quarta-feira, 19 de junho de 2013

LA SANTA MISA .


LA SANTA MISA
LA SANTA MISA . Primera parte de la Misa (Parte catequística)LA "MISA DE LOS CATECÚMENOS". SEGUNDA PARTE DE LA MISA (Parte sacrificial) LA "MISA DE LOS FIELES" O EL SACRIFICIO ROPRIAENTE DICHO. LA OBLACIÓN DE LA VÍCTIMA. EL CANON DE LA MISA. LA PARTICIPACIÓN DEL SACRIFICIO,O COMUNIÓN
momento de la "Elevación" en la Santa Misa++++

De todos los temas de Liturgia, el de la Misa es el más importante y el que requiere un estudio más detenido y amoroso. La Misa háse de comprender y vivir íntimamente, y quien mejor la comprenda y mejor la viva, será, indiscutiblemente, el que vivirá más intensa y plenamente la vida cristiana. De ahí que, dentro de la brevedad que exige la índole de este Manual, le dediquemos aquí a la Misa un estudio lo más completo posible, utilizando los mejores tratados publicados hasta la fecha sobre la materia (1).

(1).
Recomendamos, en castellano: La Santo Misa explicada, por Dom P. Guéranger, Abad de Solesmes, trad. por L. Acosta. - La Misa y su Liturgia, por el R. P. Agustín Rojo del Pozo, benedictino de Silos. - Y en francés: La Sainte Messe, Notes sur sa liturgie, por Dom. E. Vandeur, O. S. B. - La Messe, étude doctrinale, por E. P. Bourceau. - Leçons sur la Messe, por Mons. Batiffol. - La Sainte Messe, sens véritable des priéres et des céremonies, por Decrouille. -La titurgie de la Messe, por Dom Jean de Puniet, O.S.B.-Le Saint Sacri f ice de la Messe, por N. Gihr, 2 vols. - Liber Sacrainentorum, IX vol., por el Card. Schuster, O.S.B., y los libros de Dom Léfébvre y de Pius Parh. - Para la explicación de la Misa del pueblo, puede ser útil nuestra Guía Litúrgica del Catequista (Buenos Aires).

NOCIONES PRELIMINARES
1. Noción del Sacrificio. El Sacrificio, estrictamente considerado, suelen definirlo así los teólogos: Es la ofrenda que se hace a solo Dios, por medio de un ministro legítimo, de una cosa sensible, destruyéndola o transformándola en otra, para, reconocer y dar testimonio del suprema dominio de Dios sobre todas las cosas, y expresar nuestro acatamiento.
Dícese ofrenda de una cosa sensible, porque el Sacrificio pertenece al culto externo de Dios, pudiendo ser materia de él tanto una cosa animada como inanimada.
Por legítimo ministro se entiende una persona especial legítimamente delegada para ello.
Se dice a sólo Dios, porque el sacrificio es propiamente un acto de latría, que a Él solo se dirige.
Añádese destruyéndola o transformándola, porque no solamente se le debe a Dios él uso de la cosa, sino la sustancia misma de ella, de suerte que la cosa misma debe dejar de existir física o moralmente, y, por lo tanto, inutilizarse para sus usos naturales...
Con las palabras reconocer y dar testimonio del supremo dominio de Dios, etcétera, se expresa cl fin del sacrificio, que es confesar que todo viene de Dios y a Él se le debe todo, incluso la vida humana, la cual debiera ser, en realidad, la materia propia del Sacrificio; pero como de ordinario no es lícito sacrificar la vida, sustitúyese ésta por la sustancia de otra cosa de su pertenencia.

2. Antigüedad y universalidad del Sacrificio. El Sacrificio, en una o en otra forma, ha existido desde el principio del mundo y en todos los pueblos, en donde, en alguna manera, se han practicado actos de religión. La existencia del hombre, de la religión y del sacrificio, son, puede decirse, simultáneas e inseparables; ya que no puede darse un hombre que no reconozca algún ser superior a sí, y al cual no exprese, de alguna manera, su acatamiento, que es, en último término, a lo que tiende el sacrificio.
Es un hecho demostrado que todos los pueblos, civilizados y no civilizados, han practicado el sacrificio. Los hindúes, toda su religión la practican a base de sacrificios, a tal punto que sus libros sagrados, los "Vedas", definan el hombre: "el primero de los sacrificadores". Los griegos, de civilización refinada, en todo hallaban pretexto para sacrificar: en las calamidades públicas, en las enfermedades individuales, en las bodas, en los nacimientos, en las expediciones, etcétera. Los romanos todavía eran más pródigos en sacrificar, hasta el extremo de constituir, entre ellos, el comercio de las víctimas un verdadero tráfico, y de no poder sustraerse de ellos ni siquiera los hombres más cultos. De Juliano el Apóstata, por ejemplo,' se cuenta que más de una vez inmoló en el altar del sacrificio a más de cien toros, carneros, ovejas y cabritos en cantidad fabulosa, y un sinnúmero de pájaros de blanco plumaje, de mar y de tierra (1).

3. Los sacrificios bíblicos. La Biblia, desde los sacrificios de Caín y Abel, no cesa de hablar de numerosos sacrificios ofrecidos a, Dios por los Patriarcas, Profetas, Reyes y gente del pueblo. Moisés consagra todo un libro, el Levítico, para regular minuciosamente todo el ritual relativo a los sacrificios. Son celebérrimos, los sacrificios de Abel, de Noé recién salido del Arca, de Abrahán y de Melquisedech, y asimismo lo son todos los de la Ley mosaica, los principales' de los cuales clasificábanse en cruentos e incruentos.
Estos sacrificios cruentos consistían en inmolar animales. Ofrecíanse, unos en calidad de holocausto, y eran los más excelentes; otros por el pecado, con carácter expiatorio; otros por el delito, con carácter expiatorio también, pero privado; y otros, finalmente, en calidad de hostia pacífica, con carácter eucarístico e impetratorio a la vez y como fruto de algún voto personal.
Los sacrificios incruentos consistían en ofrecer, no animales, sino materias sólidas o líquidas. Ofrecíanse, ora en privado y por razones personales, ora en público y por motivos generales.
Todos estos sacrificios del Antiguo Testamento agradaron y aplacaron a Dios hasta que, en el Nuevo, apareció Jesucristo y aboliólos con su Sacrificio, sucediendo la realidad a las figuras.

4. El Sacrificio de la Misa. En la Nueva Ley sólo hay un sacrificio, del cual eran figuras todos los de la Antigua, y él sólo cumple todos los fines de aquéllos: es el Sacrificio cruento de Cristo en la Cruz e incruento en el altar; es decir, el Santo Sacrificio de la Misa. La Misa, por lo tanto, es el Sacrificio de la Nueva Ley, en el cual se ofrece Jesucristo y se inmola incruentamente por toda la Iglesia, bajo las especies del pan y del vino, por ministerio del Sacerdote, para reconocer el supremo dominio de Dios y aplicarnos a nosotros las satisfacciones y méritos de su Pasión. Representa, pues, la Misa, renueva y continúa, sin disminuirlo ni aumentarlo, el sacrificio del Calvario, cuyos frutos nos está continuamente aplicando. "Es, dice Pío XII, como el compendio y centro de la religión cristiana y el punto más alto de la Sagrada Liturgia (2).
Entre el sacrificio de la Misa y el de la Cruz, sólo hay estas diferencias: que Jesucristo_ se inmoló allí dé un modo real, visible, con derramamientos de sangre, y personalmente, mientras que aquí lo hace en forma invisible e incruenta, bajo las especies sacramentales, y por ministerio del Sacerdote; allí Jesucristo nos mereció la Redención, y aquí nos aplica sus frutos.
En la Misa Jesucristo es la Víctima y el principal oferente; el segundo oferente es la Iglesia católica, con todos los fieles no excomulgados; y su tercer oferente y el ministro propiamente dicho es el Sacerdote legítimamente ordenado.
Ofrécese la Misa, primeramente, por toda la Iglesia militante, pero secundariamente también por toda la Iglesia purgante, y para honra de los Santos de la Iglesia triunfante.

5. Los fines de la Misa. Toda la Liturgia, según dejamos dicho, y principalmente la Misa, se propone cuatro grandes fines a) dar a Dios el culto superior de adoración, para reconocer su infinita excelencia y majestad, y a este título la Misa es un sacrificio latréutico; b) agradecer a Dios todos sus inmensos beneficios, por lo que la Misa es también un sacrificio eucarístico; c) pedir a Dios todos los bienes espirituales y temporales, y a este respecto es la Misa, además, un sacrificio impetratorio; y d) satisfacer a Dios por todos los pecados y por las penas merecidas por los pecados, así propios como ajenos, de los vivos y de los difuntos, por cuya razón es la Misa, finalmente, un sacrificio propiciatorio y expiatorio.
Todos estos cuatro fines -advierte el Papa Pío XII- los cumplió Cristo Redentor durante toda su vida y de un modo especial en su muerte de Cruz, y los sigue cumpliendo ininterrumpidamente en el altar con el Sacrificio Eucarístico.
Cuando se asiste, pues, a la Misa, débense tener siempre en cuenta estos cuatro fines, entre los cuales se puede repartir toda su liturgia, pues toda ella ha sido compuesta en vista de esas grandes y generales intenciones. Por eso la Misa llena todas las necesidades y satisface todas las aspiraciones del alma y resume en sí toda la esencia de la Religión. En ella es Jesucristo mismo el que actúa: Él es el que adora a su Padre por nosotros. Él el que le agradece sus beneficios, Él el que le pide gracias, Él el que le aplaca. De ahí que sea la Misa la mejor adoración, la, mejor acción de gracias, la mejor oración impetratoria y el mejor acto de expiación. Ninguna práctica de piedad puede igualar a la Misa, y ningún acto de religión, público ni privado, puede ser más grato a Dios y útil al hombre; de ahí que deba ser ella la devoción por excelencia del cristiano.
6. Valor y frutos de la Misa. El valor de la Misa, tomado en sí mismo, considerando la Víctima ofrecida y el Oferente principal, que es Jesucristo mismo, es infinito, tanto en la extensión como en la intensidad; si bien, en cuanto a la aplicación de sus frutos, tiene siempre un valor limitado o finito.
La razón de esta limitación es, porque nosotros no .somos capaces de recibir una gracia infinita, y, además porque la Misa no es de mayor eficacia práctica que el Sacrificio de la Cruz, el cual, aunque de un valor infinito en sí mismo considerado, fue y sigue siendo, en su aplicación, limitado. Así lo dispuso Jesucristo, para que de ésta suerte se pudiese repetir frecuentemente este Sacrificio que es indispensable a la Religión, y también para guardar el orden de la Providencia, que suele distribuir las gracias sucesiva y paulatinamente, no de una vez. De ahí el poder, y aun la conveniencia, de ofrecer repetidas veces por una misma persona el Santo Sacrificio.
Los frutos de la Misa son los bienes que procura el Sacrificio, y son, con respecto al valor, lo que los efectos con respecto a la causa. Tres son los frutos que emanan de la Misa
a) el fruto general, de que participan todos los fieles no excomulgados, vivos y difuntos, y especialmente los que asisten a la Misa y toman en ella parte más activa;
b) el fruto especial, de que dispone el Sacerdote en favor de determinadas personas e intenciones, en pago de un cierto "estipendio"; y
c) el fruto especialísimo, que le corresponde al Sacerdote como cosa propia y lo enriquece infaliblemente, siempre que celebre dignamente.
Los frutos general y especialísimo se perciben sin especial aplicación, con sólo tener intención de celebrar la Misa o asistir a ella, según la mente de la Iglesia; pero, para más interesarse en la Misa e interesar más a Dios en nuestro favor, es muy conveniente proponerse cada vez algún fin determinado, en beneficio propio o del prójimo, o de la Iglesia en general.
Para poder alcanzar el fruto especial es necesaria la aplicación expresa del celebrante, ya que él, como ministro de Cristo, puede disponer libremente de ese fruto en favor de quien quisiere.

7. Aplicación de los frutos de la Misa. Los méritos infinitos e inmensos del Sacrificio Eucarístico no tienen límite y se extienden a todos los hombres de cualquier lugar y tiempo, ya, que por él se nos aplica a todos la virtud salvadora de la Cruz. Sin embargo, el rescate del mundo por Jesucristo no tuvo inmediatamente todo su efecto; éste se logrará cuando Cristo entre en la posesión real y efectiva de las almas por Él rescatadas, lo que no sucederá mientras no tomen todas contacto vital con el Sacrificio de la Cruz y les sean así trasmitidos y aplicados los méritos que de él se derivan. Tal es, precisamente, la virtud del Sacrificio de la Misa: aplicar y trasmitir a todos y cada uno los méritos salvadores de Cristo, sumergirlos en las aguas purificadoras de la Redención, que manan desde el Calvario y llegan hasta el altar y hasta cada cristiano.
"Puede decirse -continúa Pío XII- que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación, que llenó con la sangre por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellos las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados" (3). Por eso es necesaria la colaboración personal de todos los hombres en el tiempo y en el espacio, la que se efectúa por medio de la Misa y de los Sacramentos, por los cuales hace la Iglesia la distribución individual del tesoro de la Redención a ella confiado por su Divino Fundador. Por eso no puede faltar en el mundo la renovación del Sacrificio Eucarístico, que actualiza e individualiza el de la Cruz.

8. El estipendio. Los fieles que desean que: el Sacerdote aplique la Misa, o mejor dicho el fruto especial de la Misa a su intención particular, dánle en pago una limosna o "estipendio", cuyo monto varía según las diócesis episcopales y sus correspondientes tasas o aranceles. Es ésta una práctica católica fundada en la razón y en la tradición y aprobada por la Iglesia.
Es justo y racional que quien sirve al altar viva del altar, y que quien a él está totalmente consagrado, perciba de él lo necesario para su honesto sostenimiento. Lo mismo que el sacerdote de la antigua Alianza recibía para su mesa una ración de carne de la víctima inmolada, así es justo que los fieles, que tienen para su servicio espiritual al Sacerdote y desean que éste les ceda el fruto especial de la Misa, contribuyan con algo para su mantenimiento. Este algo, tratándose de la Misa, es el "estipendio", y con respecto a algunos ministerios sacerdotales, son los llamados honorarios o, mejor, "derechos de estola".
El "estipendio" ha sucedido a la vieja y hermosa costumbre de los fieles de ofrecer pan y vino para el 'Sacrificio; pan y vino que, en los primeros tiempos, no se destinaba a sola la Consagración y Comunión, sino también a constituir un depósito o fondo sagrado para la sustentación del clero y de los pobres. Al pan y al vino fueron agregando los fieles, en el andar de los siglos, el aceite, la leche, la miel, los frutos de la tierra, etcétera, y por fin, el dinero, depositado ora en el gazofilacio, ora en el mismo altar o en las propias manos de los sacerdotes. Mas cuando el uso de estas oblaciones voluntarias y de los diezmos y primicias fue decayendo, la Iglesia hubo de proveer a las necesidades más apremiantes de sus ministros, creando, muy a pesar suyo, los derechos parroquiales e introduciendo, hacia el siglo VIII, el "estipendio"' de la Misa, en la misma forma casi que ahora se practica.

9. Las intenciones. Los fieles, al encargar una Misa y dar por ella el correspondiente "estipendio", señálanle al Sacerdote una intención, la cual tiene él en cuenta al celebrar. Esta intención puede ser una o varias, según la voluntad del donante.
Al encargar una Misa, conviene sepan los fieles que puede ofrecerse el Santo Sacrificio por los vivos. y por los difuntos. De los vivos a 'nadie excluye el Derecho Canónico (4), ni siquiera a los infieles y acatólicos; si bien por los excomulgados sólo permite aplicar la Misa en forma privada, es decir, sin público anuncio y sin nombrar para nada al interesado, y precaviendo el escándalo.
También pueden celebrarse misas por los privados de sepultura eclesiástica, como son, entre otros, los suicidas y los duelistas; pero no la Misa exequial ni la de aniversario ni otro cualquier funeral (5).
Tratándose de los Santos y Bienaventurados, la Misa se aplica, no "por ellos", ya que ellos nada necesitan, sino "en su honor", para dar a Dios gracias por sus victorias y para interponer su intercesión.
Hay no pocas ni pequeñas ventajas en hacer celebrar misas por uno mismo, o por otros, durante la vida, sin esperar a que se le apliquen después de la muerte. Así lo enseña el Breve "Sodalitatem" del 31 de mayo de 1921, del Papa Benedicto XV, que dice: "Los frutos de la Misa son de mayor eficacia durante la vida que después de la muerte, porque la aplicación hecha en vida a los fieles bien intencionados y bien dispuestos, es más directa, más cierta y más abundante. En consecuencia: la Misa, además de la virtud de asegurarnos la gracia de la perseverancia final, tiene la de ofrecernos, ya en vida, el medio eficaz de aplacar la justicia de Dios y de cancelar enteramente, o a lo menos de abreviar notablemente, la expiación de las penas del Purgatorio. Gran número de fieles ignora, con perjuicio de sus intereses espirituales, que el Sacrificio de la Misa les sería de mayor provecho, si en vida lo hiciesen ofrecer por sí, en lugar de dejar a sus herederos el cuidado de hacerlo celebrar, después de la muerte, para alivio de sus almas."
Las misas aplicadas a un alma después de la muerte ya no contribuyen, como antes, a ayudarle a la salvación; ni le acarrean la plenitud de los frutos: adoración de Dios, acción de gracias e impetración, y sí sólo la expiación o sufragio; ni le aumentan los méritos para la vida eterna y la ayuda actual para ésta; ni implican sacrificio o desprendimiento, puesto que se pagan con dinero que ya no es propio, sino de los herederos.

10. Los nombres de la Misa. El -nombre clásico del Santo Sacrificio es "Misa", palabra latina que viene a significar "envío", licencia para retirarse, "despedida". Proviene de que primeramente, durante su celebración, hacía el diácono dos solemnes despedidas: una a los Catecúmenos y penitentes, después del Evangelio, y otra a todos los Fieles, al fin del Sacrificio. En ambos casos decíales el diácono: Ite, dimissio est, "idos, que ha llegado la despedida"; frase que se transformó en el actual "Ite, Missa est".
San Gregorio Magno y Santo Tomás dánle otra interpretación mística. Según ellos, la Misa llevaría ese nombre por efectuarse en ella una como transmisión de votos y de súplicas del pueblo a Dios, por mediación del Sacerdote; o también, porque en ella se remite o envía a Dios una víctima, que es Jesucristo.
En el transcurso de los siglos la Misa ha sido designada con los nombres siguientes: Los griegos llamábanla "Sagrada Liturgia" o simplemente "Liturgia", o sea, función o ministerio público; "Synáxis" o reunión de personas de unas mismas creencias y sentimientos, para participar de un mismo banquete espiritual; "Anáfora" o sacrificio que eleva hasta Dios los `corazones del sacerdote y de los asistentes, etcétera.
Los latinos usaban las expresiones de "Colecta" o asamblea solemne y fraternal; "Acción" y "Agenda", para significar que era la Acción por excelencia de la Religión; "Oblación" o acto por el cual Jesucristo, el Cordero inmaculado, se ofrece y se inmola a. Dios en el altar; "Comunión", para significar la íntima unión del alma con Jesucristo mediante la recepción de su Cuerpo santísimo; "Fracción del pan" o elaboración y reparto del manjar eucarístico, etcétera.

11. Diversas clases de Misas. La Misa es, y siempre ha sido, esencialmente una. Ninguna diferencia esencial hay entre la Misa dicha por el Papa y, por el último sacerdote católico; por un sacerdote santo, y por un apóstata; en la basílica Vaticana con pomposas ceremonias, o en la ermita más solitaria de las montañas; en el siglo 1 del cristianismo, o en el siglo XX. Todas tienen el mismo valor, y siempre es el mismo Jesucristo el que celebra, se inmola y se ofrece a los fieles. La diversidad de misas proviene de la mayor o menor solemnidad con-que se celebran, del ministro que oficia y de otras circunstancias.
Por razón de la solemnidad del rito, la Misa se clasifica en solemne, simplemente cantada, y rezada; o bien en pública y privada.
La solemne pide ministros, canto e incienso; la simplemente cantada, sólo requiere uno o dos monaguillos, y cantos; y la rezada, un ayudante, como mínimum.
Si el que oficia en la Misa solemne es un abad, la Misa se llama "abacial"; si un obispo o un prelado, la Misa se llamada "pontifical"; y si el Papa, "papal". La nota distintiva más principal de esta última es que en ella hay dos diáconos y dos subdiáconos de oficio, representando el rito griego y latino y cantando la Epístola y el Evangelio en ambos idiomas.
De ordinario, la Misa diaria corresponde al Santo o Misterio que se celebra en el día, y cuando no. la Misa toma el nombre de votiva. Hay misas votivas que tienen por fin honrar un Santo, o Misterio, o una Advocación; otras, pedir, gracias especiales, alejar calamidades públicas, etcétera; otras, finalmente, aliviar a las almas del Purgatorio. Las misas votivas en honor de la Santísima -Virgen suelen llamarse, a veces, misas de., Beata; las que se dicen por necesidades públicas, misas de rogativas; las de las bodas, misas nupciales o de esponsales; las por los muertos, misas de difuntos o de réquiem. La característica de todas estas misas es que se suprime el "Gloria" y el "Credo". El color de los ornamentos es el correspondiente al Santo o Misterio que se honra, o el que demanda el carácter peculiar de la misa que se celebra.
Otra división clásica de la Misa es en conventual y parroquial. La conventual es la que se celebra todos los días, conforme al Oficio del Breviario, en las iglesias catedrales, colegiatas, monasterios y conventos de Regulares, con asistencia de los canónigos, del clero o de los religiosos adscritos a dichas iglesias. Tratándose de catedrales y colegiatas, la misa conventual recibe también el nombre de capitular, por llamarse a la reunión de los canónigos cabildo o capítulo. La misa parroquial es la que están obligados a aplicar por su grey, los días de precepto y las fiestas suprimidas, todos los qué tienen cura de almas: obispos, párrocos, administradores, vicarios. Llámase también misa pro pópulo, y es a la que con preferencia deben asistirlos feligreses.

12. Su número.
Son innumerables las Misas que cada día se celebran en el mundo, hasta el punto de que no hay instante del día ni de la noche en que no se esté diciendo alguna. Cada sacerdote no impedido celebra una todos los días. Donde el clero escasea, los domingos y fiestas muchos sacerdotes, con la competente autorización, dicen dos y aun tres misas, para facilitar el cumplimiento del precepto.
Antiguamente sólo había misa los domingos. En seguida se añadió los miércoles, los viernes y los sábados; y finalmente todos los días. Actualmente las hay todos los días .del año, a, excepción del Viernes Santo, que la substituye la ceremonia llamada "Misa de presantificados". Hubo tiempo en que fue permitido celebrar varias veces al día; y se sabe del Papa León II, en el siglo VIII, que celebraba hasta siete y ocho misas diarias. Solamente la escasez de sacerdotes y la extraordinaria devoción de algún particular podían justificar entonces esta práctica. Ahora tan sólo el día de Difuntos y el de Navidad pueden celebrar tres misas todos los sacerdotes, sin especial licencia.
En Europa y África se dice Misa desde las 12 de la noche del reloj de Buenos Aires, hasta las 6 de la mañana.
En América, desde las 5 de la mañana del reloj de Buenos Aires hasta las 2 de la tarde.
En Oceanía, desde las 11 de la mañana del reloj de Buenos Aires, hasta las 9 de la noche. En Asia, desde las 6 de la tarde del reloj de Buenos Aires, hasta las 3 de la madrugada. Desde el Oriente hasta el Occidente mi nombre es grande entre las naciones y en todo lugar se sacrifica y ofrece en mi nombre una oblación pura. (Malach., I, 11.)

13. La participación de los fieles en la Santa Misa. Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa. Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles, sacerdotes -pues de ninguna manera lo son-, ellos también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente con el sacerdote en ese Sacrificio común, por medio de las ofrendas, por el rezo de las oraciones oficiales, por el cumplimiento de los ritos y por la Comunión sacramental; y segundo, inmolándose a sí mismos como víctimas. A ello nos conduce toda la Liturgia de la Misa y a ello tiende la participación activa en la celebración de la misma.

14. Tres medios principales de participación. El Papa Pío XII señala tres medios principales, que podríamos llamar clásicos, de participación activa en el Sacrificio de la Misa: 19, el uso del Misal, con el cual los fieles siguen al celebrante rezando sus mismas oraciones y abundando en los mismos sentimientos; 2°, el canto de la Misa solemne, "la cual goza de una particular dignidad por la majestad de sus ritos y el aparato de sus ceremonias, y reviste el máximum de esplendor cuando asiste a ella, como la Iglesia lo desea, un pueblo numeroso y devoto"; y 3°, la práctica legítima de la "Misa dialogada", sea en su forma normal respondiendo todos ordenadamente a las palabras del celebrante, sea combinando ambas cosas, rezo y canto.
Todos estos modos de participar activamente en la Misa son dignos de loa y de recomendación, cuando se acomodan estrictamente a las prescripciones de la Iglesia y a las normas de los sagrados ritos y se encaminan a unir y no a separar a los fieles con Cristo y su ministro visible, que es el sacerdote. Cualquiera de estas formas de participación en la Misa, en unión con el celebrante, es eficaz para fomentar la solidaridad cristiana en el pueblo; pero, como muy bien advierte el Papa, ninguna de ellas puede reemplazar a la Misa cantada, que es en la que el Sacrificio del altar campea con toda su majestad. Es, por lo tanto, deber de todos restablecer la Misa dominical cantada por el pueblo, sobre todo la .Misa parroquial, que es la de la familia, de la feligresía.

15. Otros medios legítimos de participación. Más como quiera que esos tres medios clásicos de participación señalados por el documento pontificio no son siempre ni para todos posibles ni ventajosos, se puede recurrir legítimamente a otras maneras más sencillas, por ejemplo: al rezo del Santo Rosario, a la meditación de los divinos Misterios, o al uso de otras oraciones. Todo esto -dice el Pontífice-, aunque diferente de los sagrados ritos en la forma, concuerda sin embargo con ello por su misma naturaleza.
Es un .error, tratándose de la participación de los fieles en la Liturgia, hacer tanto caso de las circunstancias externas de la misma que se crea que si ellas se descuidan la acción sagrada no puede alcanzar su propio fin. En realidad, lo que importa sobre todo es que los asistentes a la Misa se unan del modo más íntimo posible con el Divino Redentor, que crezca cada día en ellos su grado de santidad y se aumente la gloria del Padre Celestial.

16. La Misa "entera". El precepto eclesiástico de "oír Misa entera los domingos y días de obligación", se cumple hoy estando presente a ella, por lo menos desde el Introito hasta el último Evangelio; si bien nos parece a nosotros que también deben incluírse, aunque no pertenezcan a la integridad de la Misa ni obliguen en rigor, las oraciones finales, añadidas a ella por voluntad expresa de la Iglesia. El que no puede asistir a toda la Misa "entera", está obligado, si puede, a asistir por lo menos a la parte esencial e integral, es decir, a la Consagración y a la Comunión, por lo menos del celebrante; mas el que no puede asistir a esto, está dispensado del precepto, aunque pudiera asistir a las otras partes accidentales.
Omitir voluntariamente alguna parte de la Misa, en los días de precepto, es pecado, grave o leve, según sea más o menos notable lo que se omite.
No satisface al precepto el que no llega hasta pasado el Ofertorio; o el que llega al empezar el Evangelio, y sale en seguida de la Comunión; o el que omite la Consagración y la Comunión, aunque asista a todo lo demás; ni tampoco el que simultáneamente oye la primera mitad de una Misa y la segunda de otra.
En cambio, satisface al precepto quien completa la Misa con las partes de dos Misas sucesivas, siempre que en una de ellas no se separe la Consagración de la Comunión.
El que llega hecha ya la Consagración, debe asistir a lo que sigue, por cuanto está obligado, pudiendo, a asistir a una parte notable del culto público cual es ése.

17. Dos "medias" Misas. En rigor, de verdad: ¿pueden dos "medias" misas hacer "una" Misa "entera'? Ciertamente no, porque la Misa no es una cosa material, resultante de la yuxtaposición de varias partes, sino un acto espiritual, una unidad mística moralmente indivisible. Aunque, es cierto, que la Misa se compone de actos sucesivos, no constituye su esencia la sucesión de esos actos, sino la oblación de Cristo que los acopla, los vivifica y los unifica y hace de ellos un solo Sacrificio, cuyas dos partes principales son la Consagración y la Comunión., Ambas son necesarias para la integridad del Sacrificio, y ninguna de las dos es la Misa propiamente dicha. Por eso, dividir la Misa es destruirla, y no basta juntar de nuevo los fragmentos para reconstruirla en su integridad:
Desde el punto de vista del Sacrificio, el principio de una Misa trunca, es cero, y lo mismo el final: y cero más cero es cero, y no una unidad. Dos "medias" misas no forman, pues, una Misa "entera"; luego el que las oye, no oye ni la una ni la otra,: no oye propiamente Misa; aunque la Iglesia, que obliga al cristiano a honrar a Dios, los domingos y fiestas, por lo menos con una parte notable del culto público, considere cumplido su precepto con dos "medias" misas, en la forma antedicha.
Dos ejemplos aclararán y probarán esta doctrina: Una unidad puramente material, que resulta de la unión de partes homogéneas, puede dividirse, y luego reconstruírse un kilómetro puede dividirse en metros; un decálitro en litros; un montón de tierra en montoncitos, etc. Una unidad orgánica, formada por partes heterogéneas, no puede dividirse sin destruírse : un árbol dividido en dos, ya no es árbol; un hombre decapitado, ya no es hombre; porque ni el árbol ni el hombre son un simple compuesto de moléculas, sino organismos vivos, cuya división produce su muerte. Una unidad espiritual tampoco puede dividirse sin destruirse: dos medias verdades no constituyen una verdad, sino dos errores; dos medios dogmas, dos herejías; dos medias virtudes no equivalen a una virtud.
Todo esto, aunque sólo sean comparaciones, prueba que las cosas espirituales no se rigen por la aritmética ni por la geometría, y que el Sacrificio y los Sacramentos no se miden con regla ni con metro. Dos mitades, pues, no siempre constituyen un entero. Luego no es extraño que dos medias misas no formen una Misa entera.
NOTAS

(1)
P. Allard: Julien L Ápostat, t. II, p. 54.
(2) Enc. "Mediator Dei", 2ª parte, I.
(3) Enc. "Mediator Dei", 3ª parte, 1.
(4) Canon 809.
(5) Canon 1241.
(6) Id., íd., II.

Por el R.P. Andrés Azcárate. "La flor de la liturgia".
Primera parte de la Misa (Parte catequística)
LA "MISA DE LOS CATECÚMENOS"
En esta primera parte de la Misa que, como queda dicho, es la parte didáctica y catequística de la misma, se pueden establecer dos divisiones una que llega hasta el Intróito, y es la Introducción, y otra hasta el Ofertorio; formando entrambas la Ante-Misa o MISA DE LOS CATECÚMENOS.
1. El "Asperges me". Un rito, que no figura en el "Ordinario de la Misa", porque no pertenece al Santo Sacrificio, pero que suele preceder en las catedrales, monasterios y parroquias a la Misamayor de los domingos, es la Aspersión del agua bendita, que consiste en rociar con ella el altar, los ministros y todos los asistentes, entre tanto que el Coro canta la antífona "Asperges me" (en Tiempo Pascual "Vid¡ aquam"), el principio del salmo "Miserere", varios versículos y una Oración al Ángel de la Guarda. El objeto de este hermoso rito es extremar la purificación del altar y de los fieles antes de comenzar el gran acto del Sacrificio e invocar sobre ellos la asistencia del Santo Ángel, "para que los guarde a todos, los enfervorice, los proteja y los visite" en este momento solemne.
El agua que se usa para la Aspersión ha de haber sido bendecida el mismo domingo, cosa que exige la Iglesia no solamente para evitar la corrupción del líquido, sino también para indicar a los fieles que la semana religiosa ha de iniciarse con una renovación espiritual.
Este rito de la Aspersión es obligatorio en las catedrales y colegiatas; suele practicarse. en las iglesias de los regulares, y puede realizarse -y es muy digno de loa hacerlo- en las parroquias, donde el acto purificador asume una importancia mayor, por beneficiar a toda la familia parroquial.
En los monasterios (por lo menos en los benedictinos), de donde probablemente proviene este rito, la "aspersión" se extiende a todas las dependencias conventuales.

2. Introducción. La Introducción a la Misa, que tiene un carácter bien marcado de purificación, consta
a) de la señal de la Cruz,
b) de una Antífona y del Salmo 42.
c) del Acto de Contrición seguido de la Absolución, y
d) de una serie de Versículos con varias oraciones.
Aconseja San Pablo que todo lo que hacen los fieles, sea de palabra o de obra, todo lo hagan en nombre del Señor, cual es la Misa, comience por la señal de la Cruz.
b) La Antífona y el Salmo "Júdica", son a propósito para excitar en el sacerdote y en los fieles la devoción y una confiada alegría tan necesaria para realizar cumplidamente la gran Acción. El Salmo se suprime en las Misas de Difuntos y en las del Tiempo de Pasión, quizá por invitar a la alegría, o mejor, tal vez, porque estas misas han conservado su factura primitiva, en la que faltaba esta Introducción.
c) La compunción del corazón es otra de las buenas disposiciones para celebrar o asistir a la Santa Misa; por eso desde tiempos muy remotos se practicó en las asambleas religiosas la confesión de los pecados. Por lo que se refiere a la Misa, dice el antiquísimo libro de la "Doctrina de los Apóstoles": "Cuando estéis reunidos el día del Señor, haced la fracción del pan y dad gracias, habiendo antes confesado vuestros pecados para que vuestro sacrificio sea puro". Actualmente esta confesión pública se hace mediante el rezo del "Confíteor" y la Absolución del sacerdote. La confesión se hace a Dios y a todos los Santos del cielo y nominalmente a algunos (la Santísima Virgen, San Miguel, etc.); a quienes a la vez se pone por intercesores y abogados ante Dios. Esta confesión y absolución borra, por lo menos, los pecados veniales.
La actual fórmula del "Confíteor" parece de origen irlandés, y se encuentra sobre todo en los escritos de Alcuíno, unas veces más corto, otras más largo (1). La Iglesia romana lo adoptó en el siglo XIII y San Pío V lo hizo definitivamente obligatorio.
d) Con los Versículos que siguen a la Absolución, que son como un eco de la misma, termina el diálogo entre el celebrante y el monaguillo, al pie del altar. Mientras el celebrante sube las gradas del altar, recita dos Oraciones pidiendo nuevamente por sí y por todo el pueblo el perdón hasta de las menores ofensas, para desempeñarse dignamente en el tremendo Sacrificio. Al mencionar y poner por intercesores a los Santos, cuyas reliquias están depositadas en el ara, el sacerdote besa ésta en señal de respeto y para más interesarlas en su favor.
Aquí termina en las misas rezadas la Introducción o preparación. En las solemnes se cierra con la incensación del altar y del celebrante. Antes del siglo IX no existía esta preparación oficial. Cada sacerdote preparábase para celebrar con preces más o menos equivalentes a las actuales, pero dichas en privado, ora en la sacristía, ora en una capilla lateral, o bien yendo de la sacristía al altar.

3. La Incensación. En las misas solemnes, el celebrante pone incienso en el turíbulo, lo bendice e inciensa con él: a) el Crucifijo, que preside el altar y el augusto Sacrificio; b) las Reliquias de los Santos, si están expuestas, para honrar sus virtudes heroicas y a asociarlos al Sacrificio; c) el altar, por sus cuatro costados y por sobre la mesa; y por fin, d) el celebrante, para que por este primer homenaje advierta bien el pueblo, desde el principio, que en su persona está representado el gran Pontífice, Jesucristo.
Como dijimos en su lugar, el incienso tardó bastante en ser admitido en la Liturgia, a causa de su origen pagano y del uso que de él les obligaban a hacer a los cristianos, en los altares de sus ídolos, al inducirlos a apostatar. El Ordo Romanus N° 1, del siglo VIII, o como si dijéramos el primer Ceremonial Romano, habla, el primero, de un subdiácono que precede al Pontífice y a su cortejo agitando un incensario mientras se dirige de la sacristía al altar, para celebrar. Pero, a la sazón, era éste un simple homenaje al Pontífice, pues no se usaba todavía el incienso para el altar. Esto empezó más tarde en la época carolingia, y desde entonces ha quedado ya como un rito característico de la Misa solemne.
Al principio; el celebrante sólo incensaba el Crucifijo, dejando para el diácono la incensación del altar, alrededor del cual daba la vuelta completa, para santificarlo en toda su extensión. Hoy es el celebrante quien realiza toda la incensación, y ya que no hace el recorrido en torno del altar, aunque éste esté despegado del muro, los golpes de incensario van enderezados a la mesa y a los cuatro costados.
Al bendecir el incienso, el celebrante posa la mano izquierda sobre el altar para indicar que de él -que representa a Jesucristo- recibe el sacerdote la virtud para bendecir y para hacer todo lo perteneciente al Santo Sacrificio, en el que él es ministro de Cristo, nada más.

4. El Intróito. El Intróito es una palabra latina que significa "entrada", y cuyo texto actualmente lo componen una Antífona o estribillo (que se repite al fin), un versículo de Salmo y la doxología breve "Gloria Patri", etc. Es el primer texto variable de la Misa, y suele ser una como enunciación del misterio o fiesta que se celebra cada día, o un pensamiento capital de los mismos. Su objeto es, por decirlo así, poner a tono a los fieles con el espíritu de la solemnidad.
El Intróito probablemente lo introdujo en la Misa el Papa San Celestino (422-432), de modo que debe pertenecer al siglo, V. Al principio, además de la Antífona decíase un Salmo entero. Cantábalo, lo mismo que hoy, el Coro, mientras el celebrante y sus ministros entraban (de ahí el nombre de "Intróito") ' en el templo y se dirigían al altar.
Al empezar a leerlo el celebrante se hace la señal de la Cruz, indicando, con eso que la Misa, propiamente dicha comienza en este momento. En las misas de Difuntos la señal de la Cruz la hace sobre el Misal, con el gesto de bendecir, significando que, en vez de beneficiarse él mismo, como en las demas misas, en éstas les cede a los difuntos todos los bienes.

5. Los Kyries. Son nueve invocaciones, en lengua griega, para implorar el perdón y la asistencia de la Santísima Trinidad. Kyrie significa "Señor"; eléison, "ten piedad de nosotros". Se repiten tres veces para cada una de las tres divinas 'Personas. Los canta el Coro a continuación del Intróito, y es la primera composición musical de la Misa, en cuyo canto debe alternar el pueblo fiel. Bien cantados y bien sentidos, hinchen el alma de humildad y de santa compunción.
Los Kyries, en realidad, son las últimas invocaciones de las Letanías de los Santos, las-cuales solían cantarse en Roma al dirigirse el pueblo de la iglesia de reunión a la "estacional", para celebrar la Misa. Es lo que sucede todavía hoy en la Misa del Sábado Santo y en la de la Vigilia de Pentecostés. También eran las aclamaciones con que el pueblo respondía a las preces que, en los primeros siglos, formulaban los diáconos, en nombre de todos, al comenzar la Misa, como para señalar las intenciones por las cuales se debía ofrecerla; preces que por su estilo letánico, se fijó hacia el siglo IX, repitiéndose hasta entonces esas invocaciones, tres, seis, doce, cuarenta, y más veces.
Fue costumbre durante la Edad Media, desfigurar el texto de los Kyries con frases interpuestas llamadas tropos, cada una de cuyas sílabas se adaptaba a una nota de los largos neumas gregorianos que adornaban estas invocaciones. Los títulos "fons bonitatis", "cum júbilo", etc., con que todavía son conocidos por el vulgo ciertos Kyries, y que se conservan todavía en los libros oficiales de canto, son las primeras palabras de los correspondientes "tropos" primitivos (2).

6. El "Gloria". Se llama también "Himno angélico", porque lo empezaron a entonar los Ángeles en la noche de Navidad, y es una bastante detallada doxología o elogio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, a quienes
se alaba,
se da gracias,
se pide perdón, y se dirigen súplicas, expresando así los cuatro fines de la Misa.
El "Gloria" es de origen griego, y antiquísimo, siendo del siglo II la primera versión conocida. Era uno de esos himnos o "cánticos espirituales" de que habla San Pablo, con que los primeros cristianos desahogaban su devoción en sus asambleas. Hasta el siglo VI, no empezó a figurar en la liturgia oficial, y entonces se le colocó en el oficio de Laudes, entre el "Benedícite" y los "Laudates". Por fin la Iglesia romana lo introdujo en la Misa, en el lugar en que está ahora; pero hasta el siglo XI estuvo reservado a los obispos, no pudiendo rezarlo los simples sacerdotes más que el día de Pascua.
Sobre su belleza, todo cuanto digamos será poco. "Es una perla litúrgica; preciosa reliquia de los tesoros de un siglo en que la oración debió ser tan elocuente. Es verdaderamente el himno antiguo, tal como nos lo imaginamos en las primeras asambleas. Es una oración, un grito del alma. Literariamente es una obra maestra en miniatura; es la poesía sobria y apacible de aquella sociedad, cuyos pintores representaban sobre los muros de las Catacumbas una orante en pie con las manos extendidas, y los ojos fijos en el Cielo, en la paz de la contemplación" (Dom Cabrol).
Es un himno que se adapta admirablemente para la devoción privada, sobre todo para acción de gracias después de la Comunión.
Omítese en las misas "feriales" de todo el año, en las "votivas" y en las de "difuntos", y por regla general, siempre que se usan ornamentos negros o morados. La razón de la omisión es por ser un himno de júbilo.

7. El saludo litúrgico.
Terminado el "Gloria" (y si no lo hay, después de los "Kyries"), el celebrante besa el altar, y, vuelto hacia el pueblo y abriendo y cerrando los brazos, salúdalo diciendo: "Dóminus vobíscum" ("el Señor sea con vosotros"), al que los fieles le contestan: "Et cum spíritu tuo" ("y con tu espíritu"). Los obispos saludan en este momento con la fórmula: "Pax vobis" ("la paz sea con vosotros"), que tiene la misma respuesta.
El "Dóminus vobíscum" es la traducción de la palabra hebrea Enmanuel, "Dios con nosotros". Es la fórmula con que Booz saludó a los segadores (3), y el Ángel a la Sma. Virgen (4), y la que usaban de ordinario los primeros cristianos al encontrarse unos con otros y sobre todo al reunirse en las asambleas religiosas.

8. La Oración "Colecta". Al saludo litúrgico, sigue la palabra de orden: Oremus, "oremos", y una oración breve, llamada "Colecta"; así denominada, ora porque se decía antiguamente luego de reunida la asamblea para dirigirse a l a iglesia "estacional", ora porque en ella están resumidos o como coleccionados los votos y deseos de la Iglesia y de todos los fieles. El celebrante la reza o la canta con los brazos abiertos y alzados, imitando la actitud de los primitivos "orantes", que era casi la de Cristo en la Cruz.
La palabra de orden: "Oremus", a la vez que una invitación a orar, es un toque de atención para la oración que va a seguir. Antiguamente se empleaban también otras fórmulas, tales como "silentium fácite" (guardad silencio), "aures ad Dóminum" (aplicad los oídos al Señor), etc.
La Colecta suele indicar a los fieles el objeto de la fiesta que se celebra, el espíritu que la anima y hasta las disposiciones para bien celebrarla, y por estas razones se repite en todos los Oficios del día. Aunque breves, muy breves, son oraciones bellísimas y están henchidas de doctrina y de piedad. Sencillas en apariencia, poseen un ritmo bien estudiado, que difícilmente aciertan a imitar los modernos compositores de misas y oficios nuevos. Los fieles deben tener a esta oración de cada día una devoción especial, ya que es la verdadera oración "universal" de toda la Iglesia.
A menudo la "Colecta" del día va seguida de otra u otras, correspondientes a las fiestas o feria que ocurren el mismo día y que, aunque en segunda línea, celebra la Iglesia, haciendo de ellas memoria o conmemoración en la Misa y en el Oficio. Otras veces estas colectas secundarias están tomadas de la colección de "oraciones varias" que trae el Misal.
A esta segunda categoría pertenece la oración "imperata", que el obispo "manda" rezar por tal o cual intención general, y las que el celebrante puede, en ciertos días, añadir "ad líbitum" o por devoción particular. Todas estas colectas tienen al medio y al fin de la Misa, sus correspondientes "Secretas" y "Postcomuniones", como veremos en sus lugares.
Estas oraciones en un principio fueron improvisadas por el celebrante, pero luego se compusieron colecciones para uso oficial de la Liturgia. Las hay para todas las necesidades y circunstancias de la vida: para pedir la lluvia y la serenidad, para tiempos de hambres y de pestes, para tiempo de guerra; para pedir la humildad, la continencia, el don de lágrimas, etc. ; para los enfermos, para los tentados, etc.; por los caminantes, por los presos, etcétera.

9. La Epístola.
Hasta ahora, el celebrante y el pueblo fiel no han hecho otra cosa en la Misa que orar y cantar, como para preparar los corazones para la gran Acción; más, en adelante la Iglesia va a dirigirse especialmente a la inteligencia, a la que va a suministrar el alimento sólido y necesario de la palabra de Dios, en forma de lecturas y de instrucción. La primera de estas lecturas es la Epístola, sacada del A. o del N. Testamento, y alusiva, en alguna forma, a la fiesta o misterio del día. Los pasajes bíblicos más leídos son las "Epístolas de San Pablo", por lo cual se ha quedado esta lectura con el nombre común de Epístola.
El canto o lectura de la "Epístola" le corresponde, en las misas solemnes, al subdiácono, que suele tener para eso en sus manos el Epistolario. Para imitarle a él, el celebrante, mientras la lee, hace como que toma el Misal con ambas manos.
Hay días, como los miércoles y sábados de las IV Témporas y otras, en que, en lugar de un una sola, se leen varias lecciones, la última de las cuales es propiamente la "Epístola".

10. La Salmodia. Es una ley litúrgica universal que a esta primera lectura le siga una Salmodia, para mezclar la lección con la oración. Dicha salmodia toma aquí las formas y los nombres de Gradual, Aleluya y Tracto, que son siempre textos variables que tienen relación directa con la fiesta o el misterio del día.
a) El primitivo Gradual era un salmo entero. Lo cantaba todo él el diácono, quien, por lo mismo, necesitaba ser un buen cantor. San Gregorio ordenó que lo hiciera un cantor de oficio. Éste se subía para cantarlo, a las gradas del púlpito o "ambón", de donde la pieza musical tomó su nombre. Lo entonaba él, seguía el Coro, cantaba él solo, y terminaban todos. Es lo que se llamaba un Responsorio. Hoy consta de una antífona y de un versículo. Durante el Tiempo Pascual cede su lugar a un doble "Aleluya".
b) Aleluya es una palabra hebrea que significa "alabad a Dios". Es voz celestial y de suma alegría, y propia sobre todo del Tiempo Pascual, en que se cuadruplica. A la palabra "Aleluya", que va adornada con neumas musicales, a veces interminables y siempre de una melodía deliciosa, síguese un V., que por eso se llama "aleluyático".
c) El Tracto era un salmo que cantaba de un tirón (de ahí el nombre) un solo cantor, desde el ambón, sin interpolaciones de versículos ni antífonas. Reemplaza al "Aleluya" durante la Septuagésima y la Cuaresma. Es un género de salmodia muy típico de la antigüedad y ha sido amoldado a una melodía muy característica. Hoy consta tan sólo de algunos versículos.

11. La Secuencia. Los interminables "Júbilus" o neumas de la vocalización del Aleluya, que tan del agrado eran de los cristianos, porque les recordaban la alegría interminable del Cielo, donde no serán necesarias las palabras para alabar a Dios ni para entenderse unos con otros; dieron origen, en el siglo X, a un nuevo género de composición, hecha expresamente para llenar con palabras alusivas a la fiesta las notas de los neumas. Esta nueva composición, medio prosa, medió verso, tomó el nombre de Secuencia, por llamarse así también los "júbilus" y por ser ella como una continuación o prolongación del eco melódico del "Aleluya". Su inventor fué el abad Notkero (f 912), de la famosa abadía suiza de San Galo, quien compuso numerosas y muy exquisitas, tanto por su texto como por su música. Este invento acrecentó el esplendor de la misa de ciertas festividades, ya que, mientras se cantaban las Secuencias, en muchas iglesias acompañábanlas con el órgano y con continuados repiques de campanas.
Del siglo X al XV, las Secuencias se extendieron y multiplicaron tanto por todas las iglesias, que algunas llegaron a tener hasta una para cada día. Muchas de ellas tomaron un tono y una forma dramática, dando origen a los dramas litúrgicos tan gustados en la Edad Media. La Secuencia del día de Pascua: "Victimae paschali", es una de las dialogadas que se usaban en esos dramas. Las ediciones gregorianas de los monjes de Solesmes y el "Año Litúrgico" de Dom Guéranger han reproducido y puesto al alcance de los fieles muchas de estas piezas, que son todavía el encanto de las personas cultas.
En el Misal general sólo se han admitido, desde la reforma de San Pío V: la ya mencionada de Pascua, la de Pentecostés, la del Corpus y la de Difuntos; a las cuales háse agregado después el "Stabat Mater" para las fiestas de los Dolores. Algunas órdenes e iglesias particulares tienen secuencias propias para fiestas patronales y para otras solemnidades. Los benedictinos utilizan como motetes, para las bendiciones con el Santísimo, muchas de las más antiguas y más sabrosas.

12. El Evangelio. Mientras el celebrante, profundamente inclinado sobre el altar, reza las oraciones preparatorias para dignamente leer el Evangelio, el subdiácono (y en las misas rezadas el monaguillo) pasa el Misal a la esquina derecha del altar.
Es éste un detalle que no tiene otro objeto que dejar libre la parte izquierda del altar, para las ceremonias que van a seguirse (5). Son, por lo tanto, arbitrarias y de ninguna autoridad las explicaciones que algunos devocionarios inventan sobre el particular. La única razón que podría satisfacer, sería la que luego apuntamos al hablar de la orientación del diácoon al cantar el Evangelio.
Leído por el celebrante el Santo Evangelio, organízase en el presbiterio una procesión, compuesta de los dos ceroferarios, del turiferario, del maestro de ceremonias, del subdiácono y del diácono. El celebrante pone incienso en el turíbulo. El diácono reza, de rodillas en la grada del altar, las mismas 'oraciones preparatorias que acaba de rezar para sí el celebrante; toma del altar el libro Evangeliario, y le pide al celebrante su bendición para poder "anunciar digna y competentemente el Santo Evangelio". Acto seguido, la procesión se dirige hacia el púlpito, atril o ambón, llevando el diácono en sus manos el Evangeliario, como si fuese una reliquia. Entre tanto, todos se ponen de pie.
Todos éstos son preludios que anuncian la solemnidad e importancia del acto que va a realizarse. Antiguamente los militares deponían, en señal de acatamiento, sus espadas, y los señores los bastones en que solían apoyarse. Hoy nos ponemos de pie para rendir acatamiento a la palabra de Dios y para indicar que estamos dispuestos a practicarla y a defenderla contra los ataques de los enemigos.
El diácono empieza por trazar sobre el Evangeliario y sobre sí la señal de la Cruz; luego lo inciensa con tres golpes, y, por fin, canta con solemnidad el Evangelio, escuchándolo todos con reverente atención. Al fin, el subdiácono presenta el Evangeliario al celebrante, para que lo bese, y el diácono, a su vez lo honra con tres golpes de incensario.
La señal de la Cruz y la incensación sobre el Evangelio, así como el beso del celebrante, son otras tantas muestras de respeto y de veneración al libro que contiene la palabra de Dios.
Es de advertir que, tanto el celebrante, cuando lo lee para sí como el diácono, cuando lo canta solemnemente, están vueltos hacia el Norte, si el altar está litúrgicamente orientado. Es una costumbre que se introdujo en la liturgia romana en el siglo XI. Probablemente se hizo_ así para que lo oyesen mejor los hombres, que ocupaban esa parte del templo. Tiene la Iglesia especial interés en inculcarles a ellos la doctrina evangélica, ya que su influencia es decisiva en la familia y en la sociedad. Los simbolistas medioevales vieron en esta orientación hacia el Norte, una marcada intención del Evangelio, ese punto cardinal del universo, donde creían ellos tenía mayor influencia el demonio, espíritu de las tinieblas.
Al final del Evangelio, responde ahora el ayudante Laus tibi Christe ("Loor a ti, oh Cristo"). Antiguamente respondía todo el pueblo: Amen o Deo gracias, o bien usaba otra exclamación por el estilo, y además besaban todos el Evangeliario, después del celebrante, para honrar así al libro y a la palabra de Dios que acababan de escuchar. También solían santiguarse, como para sellar con la Cruz la lección del Evangelio. Todavía existe en España, por lo menos en algunos pueblos, esta piadosa costumbre, que no es ya de ritual.
Los fieles deben tener especial devoción al Evangelio de cada día, el cual habrían siempre de leer, aunque no asistieran diariamente a Misa, para así vivir mejor en el espíritu de la Iglesia y a la vez familiarizarse con la lectura de este libro, el más divino de cuantos se han escrito. Deben saber quiénes son los Evangelistas y bajo qué símbolos se representan, y cuál es la característica de cada Evangelio. Sin conocer los Evangelios, no puede conocerse a Jesucristo, ni se puede, por ende, amarlo debidamente.

13. La homilía. Fué costumbre; desde muy antiguo, después de cantado el Evangelio explicárselo a los fieles, mediante una breve plática, que los griegos llamaban "homilía", y que propiamente significa entretenimiento o charla sobre lo leído. Ésta le correspondía, por 'su cargo, al obispo, quien a veces delegaba a uno o más sacerdotes para que lo reemplazaran. Tras la explicación del Evangelio, solían hacerse algunos avisos o recomendaciones de utilidad general, y en Roma, hasta estuvo en uso dar, como fruto de la predicación, la absolución general.
Hoy rige la misma costumbre de predicar y amonestar a los fieles en este momento de la Misa. La predicación deseada por la Iglesia, en este lugar, es la homilética, como más popular, más catequística y tradicional. El Párroco aprovecha la ocasión para las proclamas matrimoniales, para recomendar los difuntos de la semana o del mes y rezar en común por ellos, etcétera, y, en algunas partes, hasta para dar, como antiguamente en Roma, la absolución general. Todo esto hace que sea éste el momento más íntimo de la familia parroquial.

14. El Credo. Todos los domingos. y días de precepto y muchos otros días no festivos, cántase después del Evangelio, el Credo o "Símbolo de la fe", por el Coro alternando con los fieles, mientras el celebrante lo recita con sus ministros. Es como una afirmación rotunda, hecha por toda la asamblea, de la fe que le ha sido anunciada en el Evangelio por el diácono. Al "incarnatus est", doblan todos ambas rodillas (en las misas rezadas solamente la rodilla derecha), para evocar y adorar el gran acto de humildad del Verbo, al encarnarse en el seno de María. ¡Qué elocuente y confortador es este Credo, cantado en gregoriano, al unísono, por toda la multitud!
Se dice Credo en la Misa: 1º, por razón del misterio que se celebra: en las fiestas del Señor, de la Virgen, de San José, de los Ángeles; 2º, por razón de la intervención de algunos Santos en la predicación ó dilucidación de la doctrina católica: en las de los Apóstoles, Evangelistas, Doctores, Santa María Magdalena, Todos Santos; 3º, por razón de la solemnidad o concurrencia de todo el pueblo: en las fiestas patronales, domingos, etcétera.
El texto de este Credo no es el compuesto por los Apóstoles, que todos aprendemos en el Catecismo, sino otro más largo y más explícito, redactado en el concilio de Nicea (a. 325) y completado en el de Constantinopla (a. 381), para refutar ciertas herejías entonces incipientes en Oriente (6).
Los orientales empezaron a cantarlo en la Misa en el siglo V. En el siglo VI lo introdujo en España el concilio de Toledo (a. 589), pero no se decía en este momento, sino a la Elevación, en que el celebrante, teniendo la sagrada Hostia en sus manos, lo entonaba y lo proseguía el clero y el pueblo (7). En Francia entró en el siglo VII, y en el IX en Alemania. En Roma lo introdujo Benedicto VIII, en el siglo XI, por indicación de San Enrique Emperador; no habiéndolo usado antes por no haber tenido la Iglesia romana hasta entonces ninguna herejía que combatir. Ella lo reservaba para el Bautismo.
La señal de reservaba cruz final se usa desde el siglo IV, por lo menos.
A la sazón el Credo terminaba así: "la resurrección de la carne"; o mejor: "la resurrección de esta carne", que se señalaba; tocándose la frente, de donde quizá provino el gesto de la cruz (8).
Entre los primitivos cristianos, el "símbolo" era como la contraseña para reconocerse entre ellos. Al acudir a las reuniones, decíaseles: "Da signum", "da symbolum" ("muestra que eres cristiano"), y 'recitaban el Credo, que todos debían saber de memoria. Si se les exigiese hoy a todos los bautizados que entran en el templó esta señal, ¿sabrían, todos acreditarse de verdaderos cristianos?

15. Despedida de los catecúmenos. Después del Evangelio y de la homilía (a los que después, como acabamos de decir, se agregó el "Credo"), un diácono o el arcediácono despedía cortésmente a los catecúmenos, a los penitentes y a todos los demás que no tenían derecho a asistir a la verdadera Misa, que iba a empezar. Las fórmulas de despedida solían ser éstas: Catechúmeni recedant ("retírense los catecúmenos"), omnes catechúmeni éxeant foras ("salgan afuera todos los catecúmenos"); si quis judaeus procedat ("el que sea judío que salga"), si quis paganus procedat ("el que sea pagano, que salga"), etc. De esta forma el templo entero quedaba para sólo cristianos a quienes el sólo hecho de ser considerados por la Iglesia como dignos de participar de los sagrados misterios, servíales de recomendación para redoblar su atención y devoción.
Así termina la primera parte de la Misa, o la AnteMisa. Todo en ella, como hemos visto, tiene por objeto la instrucción y edificación de los asistentes. Las lecturas y la homilía los ilustra en la doctrina católica, mientras los cantos y las oraciones los mueven a devoción y los enfervorizan para asistir piadosamente a la gran Acción. Es la catequesis ideal, con doctrina, con cánticos y con oraciones, acompañado todo con gestos y ceremonias simbólicas.
El cristiano que, los domingos y días de obligación, falta a esta parte de la Misa, cumple con el precepto, pero, si es por su culpa, peca por lo menos venialmente, y, pudiendo, debe suplirla.
¿No es menosprecio culpable el de muchos, que casi siempre, y por sistema, llegan tarde a la Misa dominical, sobre todo a las últimas, aunque sean a horas tardías? Es éste un defecto demasiado general, que urge enmendar.


(1) Pueden verse en el P. Ferreres: "Hist. del Misal Romano", págs. 63 y sigs. (Barc., 1929), algunas versiones antiguas del "Confíteor". Ver también la Patr. Lat., LXXVIII, fol. 440.
(2) El primer Kyrie, del nº 11 de la edición Vaticana del Kyriale, intitulado "Fons bonitatis", rezaba así: "Kyrie, fons bonitatis, Pater ingénite, a quo bona cuncta procedunt eléison": ("Oh, Señor, fuente de bondad, Padre no engendrado, de quien proceden todos los bienes, ten piedad de nosotros!"). El de los Domingos empezaba así: "Kyrie, orbis factor, rex aeterne, eléison": ("Oh, Señor, hacedor del orbe, rey eterno, ten piedad de nosotros¡"). Así por el estilo eran los demás.

(3) Ruth, 11, 4. 4 Luc., 1, 28.
(4) Luc., I, 28.
(5) Cf. "Micrologium", Migne, Patr. Lat., t. 151, col. 982.
(6) Explicación de algunos términos:
In unum Deum: La palabra in (en) indica que, además de creer en Dios, confiamos en El y lo amamos. Unum (uno) afirma la unidad de Dios.
Visibilium: Era necesario confesar entonces, contra los gnósticos, que Dios era Creador también de la materia y de los seres visibles.
Deum de Deo: Dios es Dios verdadero, no criatura de Dios. Consubstantialem: Jesucristo es de la misma esencia divina que el Padre.
In Spiritum Sanctum: Se amplía la doctrina sobre el Espíritu Santo, contra Macedonio, que negaba su divinidad.
Filióque: Estas'palabras se añadieron en España en el siglo V. Los griegos las han rechazado siempre y se separaron de Roma por este punto de doctrina, y siguen ensañando ellos que el Espíritu Santo procede sólo del Padre, no del Hijo.
Expecto: No solamente creemos en la resurrección de la carne, sino que la esperamos.
(7)Cf. Ferreres: "Hist. del Misal R.", p. 113 (Barc., 1929). 8 Dom Vandeur: ob. cit.
(8) Dom Vandeur: ob. cit.
SEGUNDA PARTE DE LA MISA (Parte sacrificial)
LA "MISA DE LOS FIELES" O EL SACRIFICIO
PROPIAMENTE DICHO
La primera parte de la Misa, con sus cantos, sus actos de contrición, sus instrucciones, sus himnos de alabanza, etc., ha preparado las inteligencias y los corazones de los fieles para la Misa de los Fieles, que es la celebración del Sacrificio propiamente dicho:

A la perfección del Sacrificio concurren tres cosas:

a) la bendición o separación de la materia (que se efectúa en el Ofertorio);
b) la oblación de la Víctima (que se realiza en la Consagración), y
c) la participación del Sacrificio (que tiene lugar en la Comunión).

De aquí la triple división de esta segunda parte de la Misa, división que nace del mismo relato evangélico de la Cena y que estudiaremos aquí en tres artículos.
Dícese allí que Jesucristo la víspera de su Pasión (he aquí mencionado el Sacrificio de la Misa, que es el mismo del Calvario), tomó pan en sus santas y venerables manos (he aquí la bendición o separación de la materia)... y dió gracias a Dios, lo bendijo (he aquí la oblación de la Víctima), lo partió y lo dió a sus discípulos (he aquí la comunión o participación). En torno a este breve relato del Evangelio se ha ido formando la liturgia de la Misa,' que vamos ahora a estudiar.

Conviene volver a insistir, que, el Sacrificio que ahora se va a empezar a ofrecer sobré el altar,, nos es común a todos; que es el sacrificio de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, en su triple estado: militante, purgante y triunfante; y que todos lo ofrecemos a Dios en unión con el Sacerdote, en virtud de un cierto poder sacerdotal que se nos confirió con el Bautismo. De-donde resulta, que los fieles, en la Misa, son oferentes y ofrendas a un mismo tiempo: ofrecen a Dios el Sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo; de modo que es el Sacrificio de Cristo y de todos.

LA BENDICIÓN 0 SEPARACIÓN DE LA
MATERIA, 0 SEA, EL "OFERTORIO"
El Ofertorio


Esta primera división abarca desde el Ofertorio hasta el Prefacio.

En realidad, el Ofertorio es, con respecto a toda la Misa, un sacrificio preparatorio y secundario, cuyo objeto es separar o retirar la materia (el pan y el vino) del uso ordinario y vulgar, para ponerla al servicio especial de Dios.
La manera de participar los fieles en este sacrificio preparatorio, será despegándose de las cosas y afectos de la tierra, para dedicarse, siquiera durante el Santo Sacrificio, totalmente a Dios.

1. Un vacío misterioso.
Terminado el "Evangelio" (o el "Credo" cuando lo hay), el celebrante vuélvese de cara al pueblo, para saludarlo con el consabido Dóminus vobíscum, y en seguida de recibir la respuesta, añade: Oremus, como quien empieza una oración pública, pero se calla en seco, y en cambio reza la antífona del "Ofertorio". ¿Cómo se explica este silencio brusco? ¿Cómo se ha producido este vacío
Los liturgistas dan tres explicaciones hipotéticas: Creen unos (y es la explicación que prefiere la mayoría de los liturgistas, con Duchesne), que en la Misa primitiva venía aquí la oración llamada de los fieles, que era una especie de letanía cantada por un diácono o por el mismo celebrante y.respondida por los asistentes, y de la cual han quedado, como único rastro en el Misal, las oraciones por la Iglesia, por el Papa, por los caminantes, etcétera, de la Misa de Presantificados del Viernes Santo.
Otros, como Dom Cabrol, creen que se trata de una breve oración o colecta llamada "super síndonem" (sobre el "mantel" o el corporal) que ha desaparecido del rito romano; pero que conserva todavía el milanés.,
Y algún otro, finalmente, cree que no existe en realidad el tal vacío, sino sólo una breve interrupción de las preces del Ofertorio, a las cuales ha de referirse la invitación a orar: Oremus, que hace el celebrante.
A nosotros se nos ocurre que el "Oremus" podría referirse, sencillamente" a la oración "Secreta", la cual, en la primitiva liturgia, venía inmediatamente después de esta invitación a orar y del Ofertorio, pues las oraciones ahora interpuestas se añadieron mucho después.

2. El Ofertorio. Llámase "Ofertorio" al texto que reza el celebrante y canta el Coro, a continuación de la invitación "Oremus", sin respuesta, de que acabamos de hablar. Este texto es hoy un versículo de la Biblia, paralelo al del intróito, al del gradual y al de la comunión. Antiguamente, en cambio, era todo un salmo o por lo menos varios versículos de salmo, cantado por un solista, y una antífona repetida por el pueblo a modo de estribillo, mientras se realizaba el rito de la oblación. El actual "Ofertorio" de las misas de Difuntos, con su versículo y estribillo, es el único modelo de los antiguos conservado eh el Misal.
En silencio, al principio, y desde el siglo V cantando esta pieza, acercábanse el clero y los fieles al presbiterio, para ofrecer (de ahí la palabra "Ofertorio") cada cual una porción de pan y de vino para el Sacrificio y juntamente con otros presentes, en especie o en dinero, para los pobres, las viudas, el clero, el culto y otras necesidades de la Iglesia. Acercábanse todos en ordenada procesión: precedían los hombres, seguían las mujeres, y al fin venía el clero: ministros inferiores; sacerdotes, obispos y hasta el Papa. El clero ofrecía pan solamente. Los panes eran generalmente redondos y estaban marcados con la señal de la cruz, por lo que solía llamárseles "coronas". Para la Consagración se usaba el pan ofrecido por el clero y el vino del pueblo. Parte de los panes no consagrados era bendecida y repartida por el sacerdote o por el diácono, después de la Comunión, entre los no comulgantes, como prenda de unión espiritual. Era lo que llamaban eulogias.
Esta hermosa costumbre de ofrecer los fieles el pan y el vino para el Sacrificio, duró hasta el siglo XI. Desapareciendo al disminuir sensiblemente el número de los comulgantes y al empezar las iglesias a tener sus rentas y a vivir por sí mismas.
Recuerdos de estas ofrendas voluntarias son hoy las que hacen los obispos (dos panes, dos barrilitos de vino y dos cirios) en su Consagración; los sacerdotes (un cirio) en su Ordenación, y, en algunas partes, los niños de primera Comunión (un cirio); y asimismo lo son las que hacen, en algunas regiones, en las misas de difuntos, los deudos interesados y, en ciertas fiestas principales, los ayuntamientos. De ahí han nacido también las colectas eclesiásticas, y sobre todo las limosnas por las misas o "estipendios".

3. Ofrecimiento de la Hostia y del Cáliz. En el ritual actual, el pan del Sacrificio es llevado al altar, en las misas rezadas, por el mismo celebrante, y en las cantadas le es presentado, lo mismo que el vino, por el diácono y él subdiácono. El ofrecimiento de la Hostia se hace en la patena, el del vino en el Cáliz, levantando ambos con las dos manos y dirigiéndolos hacia el Crucifijo.
La Hostia es, simplemente, una fina masa de harina de trigo, pasada por dos planchas de hierro rugiente y cortada en forma redonda. Al ofrecérsela a Dios, dice el sacerdote que lo hace "por sus innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los presentes a la Misa, así como por todos los fieles, vivos y difuntos; para que a él y a todos nos sea provechosa para la salvación y para la vida eterna". No puede expresarse mejor la universalidad del Sacrificio y su trascendencia para la salvación. Al terminar la oración, hace con la patena la señal de la cruz sobre el corporal, para significar que la víctima de la Misa será la misma del Calvario, y deposita en él la Hostia. La patena, en las misas rezadas, la coloca bajo el corporal para que no le estorbe, y en las cantadas la entrega, para guardarla, al subdiácono, quien la oculta hasta el fin del Pater noster bajo el velo humeral.
Antiguamente la patena estaba siempre sobre el altar, al alcance y vista del celebrante, ya que en ella se depositaban los panes ofrecidos, en ella se efectuaba la "fracción" y con ella se distribuía la Comunión; pero cuando, más tarde, se reemplazaron los panes por las hostias y éstas se depositaron sobre el corporal, el uso de la patena quedó reducido al Ofertorio y a la Comunión. En vista de ello, y para dejar libre la mesa del altar (pues las patenas eran de gran tamaño), se la dió a guardar a un acólito, y -como él no podía tocar los vasos sagrados, se le puso en el hombro una banda de seda, con la cual la cubría y a la vez aligeraba su peso. Andando el tiempo, con el fin de reducir el personal del altar y de darle al subdiácono una ocupación entre el Ofertorio y la Comunión, confiósele a él la custodia de la patena, en la forma actual. He aquí el origen de un rito que muchos no se saben explicar (1).
Antes de ofrecer el Cáliz, el diácono deposita en él un poco de vino puro y el subdiácono unas gotas de agua, que el celebrante, a petición suya, bendice. No consta en ninguno de los evangelios ni en San Pablo que Jesucristo hiciese esta mezcla en la Cena, pero sí lo afirma una tradición casi contemporánea de Jesucristo, y la Iglesia hizo -de ese rito, desde el principio, una ley formal.
La tradición que atribuye la mezcla del agua y del vino al mismo Jesucristo, se apoya en que tal era la práctica de los judíos en sus banquetes cotidianos.
En esta mezcla vió en seguida la Iglesia un memorial del agua y de la sangre que brotó del costado abierto de Jesús, y, también una representación simbólica de la unión, en la persona del Verbo, de la naturaleza divina (el vino) con la humana (el agua) ; y más aún un símbolo de la unión mística e inseparable entre Cristo (el vino) y los fieles (el agua). Esta última interpretación ha adoptado y, expresado la Iglesia en la oración que reza el sacerdote mientras hace la mezcla, en que pide a Dios nos haga por ella participantes de la divinidad de Jesucristo, ya que Él participó de nuestra humanidad. ¡Cómo se pierde la pequeñez de nuestra humanidad en la inmensidad de la divinidad! Todos los hombres juntos somos para Dios menos que una gota de agua para el mar. ¡Y por una participación nuestra tan mínima en el Sacrificio eucarístico, otórganos Dios bienes incalculables!

4. Ofrecimiento de los fieles. Ofrecidos el pan y el vino, el celebrante, profundamente inclinado sobre el altar, se ofrece a sí y nos ofrece a todos a Dios, en unión con Jesucristo, con palabras que expresan bien la concelebración del sacerdote y de los fieles.
Este triple ofrecimiento: el del pan, el del vino y el de los fieles, es sellado con una breve invocación al Espíritu Santo, como confiando a su poder santificador toda la acción del Sacrificio. Esta invocación, a su vez, es sellada con la señal de la cruz, trazada sobre las ofrendas en forma de bendición.
No hay que confundir ni dar excesivo alcance a esta concelebración de los fieles con el sacerdote. El sacerdote o, mejor, Cristo por él, es el que ofrece y el que consagra y realiza la inmolación, no los fieles; si bien éstos, en virtud de su sacerdocio participado como miembros del Cuerpo místico de Cristo, Sumo Sacerdote, ofrecen con el ministro sagrado la Víctima inmolada, que también les pertenece. "El pueblo -cómo escribe Pío XIIno representa en la Misa en manera alguna a la persona del Divino Redentor, y no siendo mediador entre él mismo y Dios, no puede en modo alguno gozar de poderes sacerdotales. Todo esto, en verdad, consta de fe cierta; pero también hay que afirmar que también los fieles ofrecen a la Víctima, divina, aunque bajo un aspecto distinto" (2).
El Papa explica las varias formas extrínsecas que tienen los fieles de participar en el Sacrificio, o sea: alternando con el celebrante en las plegarias; ofreciendo el pan y el vino que han de ser consagrados, y haciendo limosnas o' entregando el estipendio para que el sacerdote ofrezca por ellos la Víctima divina. Pero todavía participan los fieles en la ofrenda eucarística de otra manera más efectiva y profunda, o sea: ofreciendo el Sacrificio "no sólo por las manos del sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con él y haciendo que su oblación pertenezca también al culto litúrgico, en cuanto que une sus votos de alabanza, de impetración y de expiación, así como su acción de gracias, en concordancia con los del sacerdote y del mismo Sumo Sacerdote, a fin de que sean presentados a Dios con la misma oblación de la Víctima y con el rito externo del sacerdote" (3).

5. La segunda incensación y el "lavabo". Ofrecidas y dispuestas las ofrendas sobre el altar, el celebrante procede a una solemne incensación del Cáliz y la Hostia, trazando sobre ellos con el turíbulo tres cruces y tres círculos, y de todo el altar. Después el diácono inciensa al celebrante y al clero, y el turiferario al pueblo.
Esta segunda incensación general inicia la "Misa de los Fieles", como la primera inició la de los "Catecúmenos". Ésta es más solemne y general que aquélla. La liturgia oriental la usó desde el principio; la romana, en cambio, la fué introduciendo, gradualmente y por partes, del siglo IX al XI. Primero introdujo la incensación del altar, en la misma forma que al "Introito"; después, la del celebrante, la del clero y la del pueblo, y, finalmente, en el siglo XI, la de las ofrendas, tal como hoy se "practica. "La incensación del altar es una oblación simbólica de las oraciones de la Iglesia, un recuerdo del Ángel del Apocalipsis ofreciendo sobre el altar del Cielo y con áureo incensario las oraciones de los Santos. La incensación del obispo (o celebrante), del clero y del pueblo, es el símbolo de su participación en la susodicha oblación, en el sentido de que esta oblación es una bendición, una eulogia que se les distribuye al incensarlos" (4).
A la preparación y ofrecimiento de la materia del Sacrificio y a las incensaciones a que acabamos de referirnos, síguese el lavatorio de las manos del celebrante, acompañado, desde el siglo X, del rezo de varios versículos del salmo 25, cuya primera palabra, "lavabo", ha dado el nombre a este rito.
Esta purificación de los dedos y manos del celebrante era sobre todo necesaria, antiguamente, cuando tenía que recibir y tocar las ofrendas de los fieles. Luego se hizo nuevamente necesaria por razón de la incensación. Hoy, en realidad, sólo lo sería en las misas solemnes, en que se maneja el incensario; pero la Liturgia la ha conservado para todas las misas, así por espíritu de conservadorismo, como porque es una exhortación a la purificación interior del celebrante y de los fieles.
En la Misa pontifical se han conservado tres purificaciones de las manos: una en seguida de rezar el Ofertorio, y es recuerdo de la que hacía antiguamente después de imponer las manos a los catecúmenos y penitentes, para despedirlos; otra, después de recibir las ofrendas y de incensarlas, que es de la que aquí tratamos; y la tercera al final de la Misa, como complemento de las abluciones.

6. últimas oraciones del Ofertorio. El celebrante, inclinado sobre el altar, reza la oración Súscipe, Sancta Trínitas, que reúne todos los ruegos precedentes y resume toda la doctrina del sacrificio.
Efectivamente, esta oración señala el término a quien se ofrece este Sacrificio (la Santísima Trinidad); su naturaleza (ser memorial de la Pasión, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo) ; los participantes del Sacrificio: primeramente la Santísima Virgen y todos los Santos (para aumento de su gloria y de su honra), y en segundo lugar todos nosotros (para nuestra salvación). Se menciona nominalmente a la Santísima Virgen, a San Juan Bautista y a los Apóstoles Pedro y Pablo, y antiguamente añadíanse aquí los nombres de los "díptycos" o "mementos" de vivos y de difuntos, que ahora se hallan en el Canon.
Terminada esa oración, el celebrante besa el altar y, vuelto de cara al pueblo; en vez de saludarlo con la fórmula litúrgica, como otras veces, lo invita a orar, diciendo en voz alta: Oráte, fratres, y él continúa, en secreto y vuelto ya hacia el altar, el texto restante en que se expresa el objeto de esa oración. El subdiácono, en las misas solemnes y el monaguillo, en las rezadas, le contestan cortésmente solidarizándose una vez más con él y reafirmando la concelebración de toda la asamblea.
Después del movimiento, y hasta distracción de los sentidos, que supone y sobre todo suponía, antiguamente, la presentación de las ofrendas, la incensación, etcétera, el "Orate fratres" es una invitación a un mayor recogimiento y atención al acto esencial de la Misa, que se acerca por momentos. Primitivamente sólo decía el celebrante esas primeras palabras, pero en el siglo IX se añadieron las demás, que explican el objeto de esa oración, a saber: conseguir que el Sacrificio común (meum et vestrum) sea agradable a Dios.
A esta invitación del celebrante, el pueblo respondía, antiguamente, de diferentes maneras; pero la liturgia romana adoptó en el siglo XIII la fórmula actual, que enuncia y resume los fines de la Misa, a saber: la gloria de Dios y la utilidad de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia.

7. La oración "Secreta". La oración llamada "Secreta" es la que cierra, como broche de oro, el "Ofertorio". Responde, en el estilo y en el número, a la "Colecta" del principio de la Misa, y son unas y otras de la misma época. La "Secreta" se refiere siempre a las ofrendas que están presentes en el altar, por lo que en los misales antiguos se la llama oración "super oblata", es decir, "sobre las ofrendas". -En ella el celebrante le pide" a Dios que reciba esas ofrendas y el sacrificio *, de nuestras oraciones y buenos deseos, y que, en cambio, nos conceda una gracia o una bendición especial sugerida por el espíritu de la fiesta o misterio que se celebra. Este es el tema general de todas las "Secretas", aunque los términos varíen siempre.
Es corriente entre los liturgistas decir que esta oración se llama "Secreta" porque se reza en secreto; pero no parece que sea ésta la interpretación verdadera, ya que hubo tiempo en que se dijo en voz alta, como continuación natural de la invitación "Oremos" con que principia el Ofertorio. La palabra latina "secreta" nace del verbo secérnere, que significa "separar", y seguramente se le dió ese nombre a esta oración porque se la rezaba luego de haber separado a los catecúmenos de los fieles, despidiéndolos al fin de su Misa; o también, porque se rezaba a continuación de haber separado o retirado las ofrendas de pan y vino del uso ordinario y dedicándoselas a Dios, que es lo que se efectúa en el Ofertorio.
Literaria y doctrinalmente, las "Secretas", lo mismo que las "Colectas", son modelo de oraciones. Como se ha dicho, en la "Secreta" hay dos partes: en la primera se presentan a Dios las ofrendas, y en la segunda se le pide en retorno alguna gracia. Sirva de ejemplo la siguiente del IV Domingo de Adviento: "Te pedimos, Señor, que aceptes favorablemente estas ofrendas (1ª parte), a fin de que sirvan para aumentar nuestra devoción y alcanzarnos la salvación eterna" (2ª parte).
Antiguamente, en las iglesias cuyo altar estaba debajo de un cimborrio o baldaquino, al llegar a este momento de la Misa corríanse unas cortinas, con las cuales se ocultaban el altar y el celebrante durante todo el Canon. Con esto queríase rodear de mayor misterio y respeto el acto principal de la Misa e imitar, en cierto modo, a Moisés conversando con el Señor a través de una nube. De esta costumbre sólo queda hoy en la liturgia latina el silencio que se observa en el rezo de todo el Canon. En las iglesias orientales desempeña este papel la "iconástasis", o especie de mampara divisoria entre la nave del templo y el altar.
(1) Algún liturgista, como Batiffol, apunta la posibilidad de que lo que guardaba el subdiácono en este momento fuese el "ferméntum", no la patena.
(2) Enc. "Mediator Dei", 3ª parte, II, a). 3 Id., id.
(3) Id., id.
(4) Batiffol: Leçons sur la Messe, p. 156
LA OBLACIÓN DE LA VÍCTIMA
Esta segunda división de la "Misa de los Fieles", abarca desde el Prefacio hasta el Paternoster.
Es la parte más importante y más esencial, de la Misa, en la cual tiene lugar la gran Acción del Sacrificio, la Oblación de la Víctima, la Consagración. Por lo mismo, es éste el corazón de la Misa.
En los antiguos misales empezaba aquí el Canon. En el actual comienza después del "Prefacio" y del "Sanctus". Nosotros nos atendremos, para estudiarlo, a la disposición del Misal actual.

8. El "Prefacio". La conclusión Per ómnia saecula saeculórum de la última "Secreta", sirve de lazo de unión de ésta con el "Prefacio", el cual es un magnífico himno de acción de gracias y de triunfo, que sirve de introducción (de ahí su nombre actual) a la gran Plegaria Eucarística, o sea al CANON. El celebrante lo canta con los brazos extendidos, para expresar más vivamente su emoción y emocionar a los demás, y lo prepara cambiando con el pueblo un breve diálogo, a fin de excitarlo a la gratitud.
Se cree que el "Prefacio" es anterior al cristianismo, en el sentido -dice Dom Cabrol- de no ser él más que la oración, algo modificada, que decía el jefe de familia en el banquete pascual de los judíos, a quien ha sustituido, en la Cena eucarística, el Pontífice cristiano (5).
Al principio, el Prefacio, corno todas las oraciones colectivas, era improvisado por el Pontífice, razón por la cual existe en los antiguos misales o "Sacramentarios" una variedad casi infinita de fórmulas distintas. Sólo en el Sacramentarlo leonino se cuentan más de 267, los que se aumentaron todavía más en la época carolingia, llegando a haber fiestas con dos, tres y hasta cuatro prefacios propios. Desde el siglo XI, empero, se redujeron a doce, siendo ahora quince los existentes en el Misal romano universal, a saber: el de Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pasión, Pascua, Ascensión, Pentecostés, Trinidad (que se usa todos los domingos libres), Cristo Rey, Sagrado Corazón, Sma. Virgen, San José, Apóstoles, Difuntos, y uno común.
Cada Prefacio consta como de tres partes: el dialoguillo de introducción; el cuerpo del texto, donde antiguamente se enumeraban, para agradecérselos, los grandes beneficios de Dios (Creación, Encarnación, Redención, etcétera) y hoy se alude al misterio o fiesta a que cada uno se refiere; y una invitación a la corte del Cielo a unir su voz a la del pueblo.

9. El "Sanctus" o "Trisagio". Respondiendo a la invitación que acaba de hacerles el celebrante, y con él toda la Iglesia militante, los Ángeles y toda la Iglesia triunfante entonan el himno del Cielo: "Santo, Santo, Santo, etcétera"; al que, por proclamar el poder y majestad de Dios, se le ha llamado "himno de la victoria", y por referirse al Dios "tres veces santo", los griegos denominan "Trisagio", y por ser el canto de los Ángeles lo denominan muchos "Hymnus seráphicus".
El "Sanctus" se usaba ya en las reuniones de la Sinagoga, en los oficios matutinos, y de él hablan claramente los Padres Apostólicos. En la Misa, no obstante, no debió entrar hasta' el siglo II. Aunque cae muy bien a continuación del Prefacio, como un eco celestial del mismo, rompe la perfecta unidad de la Plegaria Eucarística, que empieza con el Prefacio y continúa en el "Te ígitur". Para relacionarlo con el prefacio, hubo necesidad de aludir en éste a los Ángeles, en la forma que se estila hoy.
La primera parte del "Sanctus" es un extracto de Isaías (c. VI, 3), quien cuenta que lo oyó cantar en el Cielo a dos serafines; y la segunda está formada con frases del Salmo 117 y del Evangelio de San Mateo (c. XXI, 9). En la Edad Media se le adornó, lo mismo que a los Kyries, al Gloria, etc., con tropos (6).
Al rezarlo, el celebrante se inclina profundamente en honor de la Sma. Trinidad, a quien aclama. El monaguillo toca la campanilla para advertir a la asamblea que el momento solemne se va acercando y que debe esperarlo de rodillas y en el más respetuoso silencio. En las misas cantadas, el "Benedictus" se deja para después de la Consagración, habiéndose visto obligada la Iglesia a esta tolerancia por la excesiva exuberancia de los compositores músicos, que han sacrificado la unidad y santidad del Canon a los caprichos de su fantasía (7).

NOTAS
(5)
Cf. La Or. de la Igl., c. IV.
(6) Explicación de algunos términos:
Sábaoth: Palabra hebrea que significa "Dios de los Ejércitos"; de los Ejércitos, se entiende, celestiales.
Hosanna: Otra palabra hebrea; es el "viva" de los judíos, v nuestro.
(7) Sin duda han olvidado los compositores músicos que el "Sanctus" primitivamente se cantaba en el mismo tono que el "Prefacio", es decir, con melodía silábica

EL CANON DE LA MISA
10. A continuación de los Prefacios, los Misales actuales traen un gran grabado, de Jesús Crucificado y, al comienzo de la siguiente página, una viñeta con un título en caracteres gruesos, que dice: "CANON MISSAE", o sea: "CANON DE LA MISA". Contiénense, efectivamente, en este cuaderno los cánones o reglas, juntamente con los texos, prefijados por la Iglesia desde la más remota antigüedad, para la inmolación y consumación de la sagrada Víctima. Es éste como el cuaderno central. y más venerable del Misal, donde se encierra como el Sancta Sanctórum del augusto Sacrificio de la Misa. Por eso hay que entrar a estudiarlo con suma devoción y reverencia.
El grabado de Jesús Crucificado es un elemento puramente decorativo. Recuerda las escenas con que los monjes miniaturistas e iluminadores solían adornar la T inicial de la primera palabra ("Te ígitur") del Canon, aprovechando la forma crucífera de, esa letra. En los viejos manuscritos, solamente se ve.unas veces la imagen del Santo Cristo, y otras el cuadro, más o menos completo, de la 'Crucifixión. Lo propio ocurre hoy en los Misales impresos.
La viñeta que encabeza la página es también puramente decorativa y trae el mismo origen que el grabado.
La palabra "Canon" significa, en griego, la regla de madera que usa el carpintero, y, por metáfora, norma legítima y segura, "regla disciplinaria": de ahí que a las leyes de la Iglesia se les llame "cánones", y "canónicos", a los libros que tiene ella por inspirados.
El texto del Canon es antiquísimo; a principios del siglo VII existía ya íntegro. Es lo más primitivo, apostólico y patrístico de la Misa. Gira todo él en torno del relato evangélica de la Cena. Su estilo es casi bíblico. Alienta en todas sus líneas el soplo del Espíritu Santo. Es que todo en él es santo y misterioso, y el mismo silencio que, por prescripción, se observa ahora al recitarlo, acrecienta la unción y el misterio.
Después de la Biblia, nada inspira tanto respeto a la Iglesia como el Canon. Ni un vocablo, ni una tilde ha innovado desde los días de S. Gregorio Magno. Al recitarlo hoy, secretamente y con los brazos en alto, parécenos estar suspendidos entre la tierra y el cielo, escuchando plegarias de Catacumba o ecos del paraíso.

11. Plan general del Canon. Para que mejor se comprenda el CANON, comenzaremos por trazar un plan general del mismo, señalando la concatenación de sus partes.
Antes de la Consagración:
1. Oración "Te ígitur", ofreciendo la Oblación por intenciones generales; seguido del "Memento" de vivos y del "Communicántes" o mención de los Santos, y terminando estas tres plegarias, como si sólo fueran una, con una misma conclusión.
2. "Hanc ígitur" y "Quam oblatiónem", recomendando la Oblación, a Dios Padre para que la acepte de buen grado.
3. "Qui prídie" o relato de la institución y rito de la CONSAGRACIÓN.
Después de la Consagración:
1. "Unde et mémores", o "anamnesia", que dicen los griegos, o conmemoración de la muerte y resurrección del Señor; "Supra quae", o evocación de los sacrificios bíblicos más famosos, y "Súpplices te rogámus", confiando el sacrificio al Ángel del Señor. También terminan estas tres oraciones con una misma conclusión.
2. "Memento" de difuntos, que corresponde al de "vivos" antes de la Consagración, y "Nobis quoque", que continúa la mención de los Santos comenzada en el "Communicántes".
3. "Per quem", o doxología solemne, acompañada de ocho cruces, terminando el CANON.
No todas estas oraciones han ocupado siempre el lugar que hoy en la Misa; algunas, como los "mementos", ni siquiera pertenecieron, en cierta época, al CANON. Eso no obstante, hoy forman todo un conjunto armónico.

12. El "Te ígitur". Es la oración que hoy abre el CANON, en el Misal romano. Al empezarla, el celebrante levanta las ojos al cielo, dirigiéndolos hacia el Crucifijo, se inclina profundamente, besa el altar y bendice tres veces el Cáliz y la Hostia; significando con todos estos gestos el profundo respeto y devoción que le inspira esta nueva fase de la Misa.
La expresión "Te ígitur" ("A Ti, pues") sirve para salvar la interrupción establecida por el "Sanctus" entre el "Prefacio" y el CANON actual, unidos primitivamente.
Esta primera oración tiene por objeto recomendar a Dios los dones presentes en el altar y pedirle los bendiga y acepte, como ofrecidos que son por la Iglesia Católica, por el Papa reinante, por el Obispo diocesano y por todos los ortodoxos g fieles católicos. `Esta es la primera aplicación del fruto general de la .Misa. Adviértase, de paso, que la Iglesia y el Papa son los primeros mencionados, y que la devoción a ellos debe ser de las primeras del cristiano.
Las tres cruces (sobre los dones, lbs presentes y sacrificios) probablemente se repartían antiguamente entre las tres divisiones que se hacía, en el Ofertorio, de las ofrendas, y que se colocaban a ambos lados del altar y en medio. Este mismo triple gesto repite la Iglesia en otras bendiciones, como para repartir sobre todo lo presente la única bendición.

13. El "Memento de los vivos". Hecha en la anterior oración la aplicación del fruto general de la Misa, hácese ahora la aplicación del fruto especial de la Misa por determinadas personas de la Iglesia militante. El celebrante enmudece y se recoge un momento para recapacitar y nombrar mentalmente, en primer lugar, a la persona o personas que han encargado la Misa, y después a otras de su particular devoción. A estos nombres privilegiados sigue la mención global de todos los asistentes a la Misa y de aquellos por quienes tanto el sacerdote como los asistentes (que son sus concelebrantes) ofrecen a Dios este Sacrificio de alabanza.
Este recuerdo íntimo de determinadas personas vivas, o "memento de vivos" como se llama ordinariamente, reemplaza a la pública lectura que el diácono o el mismo celebrante hacían antiguamente de los nombres de ciertos personájes y de los bienhechores más acreedores a la gratitud de la Iglesia, escritos en dos tablillas plegadizas llamadas "díptycos". Cuando no se leían en voz alta, como sucedió por lo menos desde el siglo XI al empezar a desaparecer la costumbre de hacer las ofrendas, se colocaban los "díptycos" sobre el altar, lo que equivalía a una buena recomendación de aquellos nombres a Dios.

14. El "Communicantes". A continuación de los "díptycos" de los vivos, leíanse antiguamente los de los difuntos, y después una lista de los Santos Mártires más ilustres y recientes, interponiéndolos como intercesores. Así entraban en juego las tres iglesias: militante, purgante y triunfante. En el CANON actual la memoria de los difuntos se ha dejado para después de la Consagración, pero en cambio viene ahora el "Communicantes",que es como si dijéramos el "Memento de los Santos". En él se hace mención particular de la Santísima Virgen, Madre de Dios; de los doce Apóstoles, substituyendo a San Matías por San Pablo; de doce Mártires muy célebres en Roma en los siglos III y IV, y termina con una conmemoración global de Todos los Santos.
El "Communicantes" es un texto variable y movible. Primitivamente emplazábase fuera del CANON, de ahí el título, que todavía conserva, de "infra Actionem", para indicar que se debía decir "dentro del CANON". Hoy el texto ordinario entra ya en el Canon y forma parte del mismo. La fórmula sólo varía en las fiestas de Navidad, Epifanía, Pascua, Ascensión, Pentecostés y Jueves Santo.
El hecho de no figurar más que santos Mártires indica que el "Communicántes" es anterior al siglo V; pues hasta el IV la Iglesia no celebraba otros santos que los Mártires: Posteriormente se empezó a inscribir a otros Santos, los que, por el hecho de admitirlos en el CANON, eran considerados entonces por la Iglesia como canonizados. De ese modo cada iglesia particular y cada nación fué añadiendo sus Santos, hasta que, por fin, volvióse a la, lista primitiva, que es la que subsiste en el Misal.

15. Prosigue la Oblación. Interrumpida unos momentos la Oblación, para dar lugar a las anteriores recomendaciones, el celebrante vuelve de nuevo sobre ella, pidiendo 'a Dios la acepte propicio y la bendiga, convirtiéndola finalmente en el Cuerpo y Sangre del Señor. Este es el sentido de las dos últimas oraciones: "Hanc ígitur" y "Quam oblatiónem", que preceden. a la Consagración.
En el "Hanc ígitur" se pide que acepte Dios la Oblación que se le ofrece a título de servidumbre del celebrante y sus ministros (servitutis nostrae) y de todo el pueblo cristiano (cunctae, f amiliae tuae) para conseguir la paz de cada día.
Al rezarla, el celebrante tiene ambas manos extendidas sobre el Cáliz de la Hostia, imitando el gesto del sacerdote judío de la antigua alianza, que imponía sus manos sobre la víctima antes de sacrificarla, para significar que la inmolaba en sustitución suya y del pueblo y para expiación de los pecados de todos. Esto mismo expresa el rito cristiano, introducido en el siglo XV. Al extender el celebrante sus manos sobre la oblata, es como si la colocase sobre la cabeza misma de Jesucristo, en cuyo Cuerpo se va a convertir enseguida, para hacer recaer, sobre Él los pecados de todo el mundo y sacrificarlo a' Él solo, como único culpable, en sustitución de los pecadores, que debiéramos ser las verdaderas víctimas.
La oración "Quam oblatiónem" tiene, por objeto pedir la gracia sacramental de la transubstanciación de las especies eucarísticas, por lo cual muchos liturgistas la consideran como la epiclesis latina. Pasma considerar la sencillez con que aquí se pide un milagro tan estupendo como el de la transubstanciación.
Hablando con toda propiedad, no puede decirse que esta oración sea realmente una epiclesis, ya que ni siquiera se invoca al Espíritu Santo, cosa esencial para ello. Para los efectos, no obstante, es como si en realidad lo fuera.
Las cinco cruces que hace el celebrante mientras reza esta oración, tres sobre la Hostia y el Cáliz a la vez y dos por separado, sirven para indicar que el milagro de la transubstanciación se va a operar en virtud de los méritos de la Cruz de J. C.

16. El rito de la CONSAGRACION. La Misa llega a su punto culminante. Todo está ya preparado para la gran Acción. Cielos y tierra están pendientes de ella. ¿ Cómo proceder en esta obra tan divina y tan trascendental? La Iglesia no ha creído poder hacerlo más dignamente que reproduciendo casi literal y mímicamente el mismo rito practicado por Nuestro Señor en la última Cena.
Veámosla.
El celebrante límpiase delicadamente en el corporal las yemas de los dedos pulgar e índice de ambas manos, y procede a la Consagración de la Hostia, diciendo y haciendo lo siguiente
"JESUCRISTO, LA VÍSPERA DE SU PASIÓN, TOMÓ EL PAN (y toma la hostia) EN SUS VENERABLES Y SANTAS MANOS, Y LEVANTANDO LOS OJOS (y los levanta) AL CIELO HACIA TI, OH DIOS, SU PADRE OMNIPOTENTE, DÁNDOTE GRACIAS, LO BENDIJO (y l0 bendice), LO PARTIÓ Y DIÓLO A SUS DISCÍPULOS (lo partirá y lo dará después, al llegar la Comunión), DICIENDO: TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTE ES MI CUERPO."
El sacerdote, al pronunciar las palabras e imitar los gestos del Señor, realiza también lo que ellos significan. Habla y obra en primera persona, porque realmente personifica aquí a Jesucristo. Así es cómo, en virtud de sus palabras y de sus poderes, la Hostia que antes tenía en sus manos se convierte en el verdadero CUERPO de Jesucristo.
Consagrada la Hostia y hecha la elevación de la misma, el celebrante procede a la CONSAGRACIÓN DEL CÁLIZ, diciendo y haciendo lo siguiente
"Del mismo modo, TOMANDO también este- precioso Cáliz (y lo toma) en sus santas y venerables manos, dándote de nuevo gracias, lo BENDIJO (y lo bendice) y lo dió a sus discípulos, diciendo Tomad y bebed de él; PORQUE ESTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE, DEL NUEVO Y ETERNO TESTAMENTO, MISTERIO DE FE, LA CUAL SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR MUCHOS EN REMISIÓN DE LOS PECADOS" (8).
Ipso facto, el vino conviértese en la verdadera SANGRE de Jesucristo; de modo que, desde este instante, ya no hay en el altar pan ni vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, juntamente con su Alma y su Divinidad. Los ojos creen ver todavía pan y vino, pero se engañan, puesto que sólo subsisten de ellos los accidentes y apariencias.

17. La Elevación. Después de cada una de las dos consagraciones, el celebrante hace una genuflexión, muestra al pueblo la Hostia y el Cáliz, separadamente, elevándolos a la altura de la cabeza, y vuelve a repetir la genuflexión. Entretanto, un acólito tañe la campanilla, el turiferario inciensa el Cáliz y la Hostia y el pueblo, de rodillas, los adora y los mira con fe viva. En esto consiste el rito de la elevación, que en algunos países también se llama el alzar y también ver a Dios.
Háse dicho comúnmente por los liturgistas que el rito de la Elevación nació como una reacción piadosa, contra los errores de Berengario (s. XI), que negaba la "transubstanciación", sin negar por eso abiertamente la presencia real en la Eucaristía. Esta teoría, en realidad, carece de fundamento histórico. En primer lugar, porque los textos en que primero se habla de este rito no aluden siquiera al error de Berengario, y además porque los documentos con él relacionados son un siglo posteriores a la famosa controversia. Lo más probable es que la Elevación nació, principalmente, del ansia de ver a Dios en la Hostia, que, propagada por los escritores místicos del siglo XII, adquirió forma práctica por primera vez, en un decreto de Eudes de Sully, obispo de París (1196-1208), mandando que el celebrante elevara la Hostia, no al "qui prídie", como hasta entonces se hacía con peligro de hacer creer al pueblo que había lo que no había todavía, sino en seguida de la Consagración del pan, en que ya se podía mirar realmente a N. Señor. Así se empezó a practicar, en efecto, en París, y de ahí cundió la costumbre por doquier (9).
Este afán de ver la Hostia, recomendado por Santa Gertrudis como muy grato al Señor, fué el que obligó a colocar en la mesa del altar la vela suplementaria, que todavía se usa; a poner detrás del altar en algunos sitios, un paño oscuro, para que mejor resaltara la blancura de la masa; a prohibir levantar demasiado humo en el incensario, etcétera.
Eso por lo que se se refiere a la elevación de la Hostia. La elevación del Cáliz es posterior, pues empezó en algunas partes en el siglo XV, y no se generalizó hasta el XVI.
Ello se debió a que las ansias del pueblo sólo se dirigían a ver la Hostia, no el Cáliz, y además a que los herejes tan sólo asestaban sus golpes contra aquélla, no contra éste. Quizá también fué debido a la forma de los cálices antiguos, cuya copa ancha y poco profunda ponía el líquido en peligro de derramarse.
De todo esto deben sacar los fieles, como conclusión, „ la devoción de mirar la Hostia, tanto en el momento de la Elevación como en las Bendiciones con el Santísimo.

La Elevación del Cáliz

Momento de la Elevación del Cáliz
18. Preces que siguen a la Elevación. Entre la Consagración y el Memento se encuentran en el Canon tres oraciones sublimes, aunque muy breves, independientes entre sí, pero bajo una conclusión común. Estas oraciones son, lo mismo que las que preceden a la Consagración, oraciones de presentación, pero presentación no ya como aquéllas de la ofrenda material del pan y del vino, sino del Cuerpo y Sangre del Señor. Hacen resaltar con toda claridad el acto sacerdotal de Jesucristo ofreciéndose a Dios por nosotros y apropiándonos su sacrificio. Dichas tres oraciones son: "Unde et mémores", "Supra quae" y "Súpplices te rogamus".
La oración "Unde et mémores" responde al mandato del Señor: "Haced esto en memoria de Mí", que acaba de repetir el celebrante al hacer la elevación del Cáliz. Es una "conmemoración" de la Pasión, Resurrección y Ascensión del Señor, que los griegos llaman "anamnesis", en recuerdo de cuyos misterios ofrece a Dios "la Hostia pura, santa e inmaculada, el Pan sagrado de la vida eterna y el Cáliz de la perpetua salvación". Estas palabras las subraya el celebrante con cinco bendiciones, tanto para acompañar -según es de práctica. en la Misa- las expresiones "hostia", "pan", "cáliz", etc., con ese gesto, como para recalcar bien, por medio de las cruces, la identidad del Sacrificio del Altar con el del Calvario..
La segunda oración "Supra quae" pide a Dios que mire propicio y acepte el Sacrificio de Cristo y nuestro, como miró y aceptó los sacrificios del niño Abel, de Abrahán y de Melchisedec. Alude a los corderillos ofrecidos por Abel (Gén., IV, 4), al sacrificio de su hijo Isaac por Abrahán (íd., XXII), padre de los creyentes, y al pan y al vino ofrecidos por el Sumo Sacerdote Melchisedec (íd., XIV, 18). Son éstos los tres más famosos sacrificios del A. Testamento y los más figurativos del Sacrificio de la Cruz y del Altar.
La tercera oración "Súpplices te rogamus", es de las más misteriosas del Canon. Para rezarla, el celebrante se inclina profundamente sobre el altar, como movido por su mismo contenido. Pide a Dios que "ratifique" en el Cielo (que es su "sublime altar") este Sacrificio de la tierra, en cuanto al fruto personal y a la eficacia subjetiva del sacramento; y para expresar esta idea de una manera sugestiva, pide le, sea transportado y presentado por manos de "su Ángel". Este "Ángel" han creído algunos que es el mismo Jesucristo, otros que el Espíritu Santo, otros que un Ángel especial de Dios que presidiría el Santo Sacrificio. Lo más probable es que recuerda al Ángel del Apocalipsis (VIII, 3-5) que vio San Juan ofreciendo incienso y perfumes en el altar del cielo, y al que se le apareció a Zacarías mientras ejercía su ministerio (Luc., I, II). En realidad no se hace aquí más que imitar a la Escritura, en la que se estila confiar a los Ángeles, como mensajeros de Dios, la misión de presentarle las oraciones y los méritos de los santos. Lo que de ninguna manera puede considerarse esta oración es cómo una "epiclesis" o fórmula sacramental de la transubstanciación, equivalente a la de la anáphora griega, puesto que la transubstanciación ya se ha realizado.

19. El "Memento de los difuntos". Así como antes de la Consagración se hizo memoria de los "vivos" y llamó en su socorro a los Santos del Cielo en el Communicantes (n° 14), del mismo modo se hace ahora una conmemoración especial de los "difuntos", interponiendo, en el Nobis quoque, una nueva intercesión de los Santos en favor de los pecadores. Aquí el paralelismo es patente. Aunque ambos Mementos, el de los vivos y el de los difuntos, interrumpen la unidad del Canon -como ya hemos advertido-, hay que reconocer que están discretísimamente insertados y que forman con el conjunto una sabia armonía.
En los "dípticos" primitivos figuraban los nombres de los difuntos más esclarecidos, los cuales se escribían en las gradillas del altar. La liturgia romana, con su habitual discreción, fue suprimiendo los nombres de unos y otras, y tan sólo conservó una mención general, que es la actual. Reza así:
"Acuérdate también, Señor, de tus siervos y tus siervas "N. y N. (se nombra mentalmente a algunos) que nos " han precedido con la señal de la f e y duermen el sueño "de la paz. A ellos, Señor, y a todos los que descansan "en Cristo, te rogamos les concedas el lugar del refrigerio, " de la luz y de la paz. Por el mismo J. C. N. S. Así sea."
La oración Nobis quoque peccatóribus, que el celebrante recita a continuación del Memento, dándose al principio un golpe de pecho y elevando (por primera y única vez en el Canon) la voz, es para pedir a Dios, por intercesión de los Santos, una participación para todos en el reino de los Cielos. Así es como se reafirma en el Canon el dogma consolador de la Comunión de los Santos.
Se hace mención especial aquí, de S. Juan Bautista y de otros 14 Mártires, 7 varones y 7 mujeres, a saber: 1 diácono (S. Esteban), 2 Apóstoles (S. Matías y S. Bernabé), 1 Obispo (S. Ignacio de Antioquía), 1 Papa (S. Alejandro), 1 Sacerdote (S. Marcelino), 1 Exorcista (S. Pedro), 2 mujeres casadas (Sta. Perpetua y Sta. Felicitas), 5 Vírgenes (las Santas Agueda, Lucía, Inés, Cecilia y Anastasia).

20. Un rito caído en desuso. Al "Memento" de los difuntos y a la invocación de los Santos, que acabamos de explicar, síguese esta breve fórmula, que el celebrante acompaña con tres cruces sobre el Cáliz y la Hostia
"Por quién, oh Señor siempre creas estos bienes, los santi † ficas, los viví † ficas, los bendi † ces, y nos los otorgas."
Dom Cagin, que ha estudiado a fondo el CANON, cree que esta fórmula ha de enlazarse con la conclusión de la oración "Súpplices te rogamos" que precede al Memento de los difuntos y con la cual primitivamente iba unida. Su opinión tiene muchos visos de verosimilitud, según se desprende de sus pruebas (10); pero hoy no es ya compartida por la mayoría de los liturgistas:
Los mejores liturgistas creen que esta fórmula es el final de una oración que antiguamente se decía, en este momento, para bendecir, en ciertos días señalados, los nuevos frutos de la tierra; el trigo, el vino, el aceite, las habas, etc., el óleo de los enfermos, y las primicias que los fieles presentaban a la bendición del sacerdote; a todos los cuales bienes han de referirse las palabras "estos bienes" de dicha fórmula, palabras que, de lo contrario, quedarían incomprensibles (11). Al desaparecer de aquí esta rito, desapareció con él la oración correspondiente, de la que solamente quedó esta breve conclusión, la cual, lo mismo que las cruces que la acompañan, hánse referida después a la Hostia y al Cáliz.
Recuerdo de esta antigua bendición es la Bendición y Consagración de los Santos óleos, reservada ahora al Jueves Santo, y también lo es la nupcial de la Misa de esponsales, si bien esta última tiene hoy su lugar después del "Paternoster".
Adviértase, de paso, "que este lugar, reservado antiguamente, en el CANON eucarístico, a las diversas bendiciones incluso a la nupcial, estaba muy bien elegido, y servía para poner mejor en evidencia este carácter íntimo de unidad que dominaba antaño toda la liturgia, cuando el Sacrificio del altar era el centro del culto cristiano, al cual estaban asociados todos los demás ritos, y del cual brotaban todos como de un manantial desbordante de gracia" (12).

21. La "Doxología" final y la "Elevación" menor. El CANON propiamente dicho termina hoy aquí, con una solemne "Doxología", durante la cual el celebrante bendice cinco veces el Cáliz con la sagrada Hostia, elevándolos, al fin, a ambos unos centímetros sobre los corporales.
La "Doxología" reza así:
"Por Quién † y con Quién † y en Quién † te pertenece a Ti, oh Dios Padre † Omnipotente, en la unidad del Espíritu † Santo, todo honor y gloria. Por los siglos de los siglos. Así sea."
"Esta famosa Doxología, con sus señales de la cruz multiplicadas, con la elevación del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, que fué durante mucho tiempo la principal y única elevación de la Misa, y, en fin, con sus términos sacados de San Pablo (Rom., XI, 36), es la más solemne de todas las doxologías, distinguiéndose por su majestad y sublimidad sobre todas las demás conocidas y terminando dignamente el CANON romano" (13).
El "Amén" final con que, en las misas cantadas, responde el pueblo y, en las rezadas, el monaguillo, es una ratificación solemne y un asentimiento general de la asamblea a todo lo que acaba de realizar, en nombre de todos y en secreto, el celebrante, en todo el transcurso del CANON.
Este "Amén" final es muy célebre, por ser él la única intervención que tenía el pueblo en todo el CANON. Se encuentra ya en el siglo II, y señala la conclusión del CANON y el principio del "Paternoster", o preparación para el Banquete eucarístico, que es lo que ahora sigue.

NOTAS
(8)
Explicación de algunos términos:
Hoc: "Esto" que tengo en mis manos y que ahora todavía es pan, es lo que pasa a ser el Cuerpo de Cristo, desapareciendo su substancia de pan.
Est: "Esto es mi Cuerpo", es decir, lo es de verdad, no en imagen o símbolo.
Mysterium fidei: "Misterio de fe". Primitivamente, cuando se usó el tender un velo, durante el Canon entre el altar y el pueblo, en las misas solemnes el diácono decía esas palabras en voz alta, en el momento de la Consagración, para llamar la atención. En las rezadas decíalas el mismo celebrante con las demás de la Consagración, de donde vino la costumbre de incluirlas en la fórmula, aunque poniéndolas entre paréntesis.
Pro multis: "Por muchos" quiere decir, por un gran número de personas, si bien en el griego la expresión "o¡ pollo¡" significa todo el género humano.
(9) Quest. parois. et liturg. (Mont-César, junio 1931, p. 129).
(10) Cf. Batiffol: ob. cit., p. 274.
(11) Cf. Card. Schuster: Liber Sacr. t. II, c. III
(12) Cf. Card. Schuster: Liber Sacr. t. II, c. III.
(13) Dom Cabrol: Liturgia (Encicl. pop.), Bloud et Gay (París, 1930), p. 549. ,
 
 
LA PARTICIPACIÓN DEL SACRIFICIO,
O COMUNIÓN
Esta tercera división de la "Misa de los Fieles" comprende desde el "Paternoster" inclusive, hasta el fin de la Misa. Realiza aquello de la Cena del Señor: "Lo partió (la fracción del pan), y lo dió a sus discípulos (la Comunión), diciendo: "Tomad y comed de él todos". La Iglesia ha añadido por su cuenta la Postcomunión o acción de gracias después dé la Comunión.
Con la "Inmolación de la Víctima" ha quedado realizado el Sacrificio eucarístico, y ahora, con la "Participación" de la misma, se efectuará el Sacramento; pues no ha de olvidarse que la Misa es a la vez Sacrificio y Sacramento.

22. Una advertencia importante de Pío XII. Al empezar a tratar, en la encíclica "Mediator Dei" (14), el punto de la Comunión eucarística, el Papa Pío XII advierte con gran encarecimiento: que, aun cuando el augusto Sacrificio se termina con la Comunión del divino banquete, sólo se requiere, para su integridad, que comulgue el sacerdote sacrificador, y no el pueblo, aunque esto sea muy recomendable y sumamente deseable. Es un, error -añade- querer hacer de la Comunión general o en común, como la cima de la celebración, y afirmar que no vale la pena celebrar cuando no hay fieles que comulguen.
Por más recomendables y deseables, en efecto, que sean las numerosas comuniones de los fieles, las misas privadas, aún sin otra Comunión que la del celebrante, conservan igual todo el valor del verdadero, perfecto e íntegro Sacrificio instituido por Jesucristo, y jamás deben menospreciarse, y menos suprimirse, por ese motivo. Esto sería dar más importancia a la Comunión que a la Misa misma, lo que a menudo por desgracia sucede entre los fieles, pero jamás puede admitirse en un sacerdote teólogo.

23. El "Pater noster". La oración "dominical" es la primera que comienza la preparación para la Comunión. Primitivamente decíase después de la "fracción"; pero como ésta 'podía alguna vez no efectuarse, v. gr., cuando, en días de peligro de persecución, se tenía que celebrar nada más que lo puramente esencial del rito de la Misa, San Gregorio Magno púsola aquí para que no se diera el caso de tenerla que omitir. El mismo santo Pontífice hízola acompañar del breve prólogo o introducción que le precede, y del epílogo o "embolismo" que la sigue.
El prólogo o "introducción": "Amonestados por los saludables mandatos, y aleccionados por la instrucción del mismo Dios, nos atrevemos a decir: Paternoster, etc."; tiene por objeto explicarla razón por la cual osamos hacer, uso de la oración "dominical", que es el haber sido animados y hasta obligados a ello por el mismo Jesús.
Entre los griegos y los galicanos, el "Paternoster" era cantado al unísono por todo el pueblo. Entre nosotros, le está reservado al celebrante, y el pueblo responde: "Mas lábranos de mal". Así lo dispuso S. Gregorio, inspirado quizá en la prescripción de la Regla de S. Benito (c. XIII) que él profesó. Lo canta con los' brazos alzados como para indicar que la repetición de las palabras mismas de Jesucristo, en este momento augusto, lo transporta de entusiasmo y lo saca como fuera de sí.
Dicho el "Paternoster" y tomando pie el celebrante de la última petición que dice: "Mas líbranos del mal", desarrolla y como parafrasea esa idea, rogando a Dios "nos libre de los males pasados (las reliquias de los pecados) presentes (pecados actuales, tentaciones, males corporales, etc. ) y futuros (o males posibles), y nos dé la paz en esta vida y el vivir siempre libres de pecado y de toda inquietud", poniendo como intercesores a la Santísima Virgen y a los Santos.
Esta prolongación del "Padre nuestro", que los liturgistas llaman "embolismo", interpretación o desarrollo, cantábase antiguamente en el mismo tono que el "Pater", como todavía se practica el Viernes Santo en la Misa de Presantificados. Al terminar esta plegaria, el celebrante se signa con la patena, besándola al fin. Este gesto probablemente es debido a que antiguamente se usaba la patena como instrumento para transmitir la paz a la asamblea. Hoy es simplemente un signo de respeto, por cuanto va a servir para contener el Cuerpo del Señor.

24. La "Fracción del pan". Siendo como es la Misa, a la vez que un Sacrificio, un divino banquete, no podía faltar en ella la partición o la Comunión. Este rito consiste hoy en dividir la Hostia grande en tres partes, reservando las dos mayores para la Comunión del celebrante, y echando la partícula menor en el Cáliz consagrado, mezclándola con el vino.
La "fracción" es uno de los ritos esenciales del santo "Sacrificio". En una u otra forma existe, como indispensable, en todas las liturgias. Primitivamente, cuando en vez de hostia se usaba pan ordinario, el celebrante dividíalo en tres porciones: la primera para su comunión, la segunda para la comunión de los fieles asistentes, de los enfermos, encarcelados, etc., y de la tercera reservábase un pedacito como "fermentum" para la Misa del día siguiente o subsiguientes, para indicar que el Sacrificio de la Misa es uno y que el siguiente no es sino la continuación del anterior, y así sucesivamente, y otros pedacitos remitía el Papa a las Iglesias o "títulos" de la ciudad y los Obispos de otras partes a las parroquias suburbanas, para indicar que debían mantenerse unidos y sumisos con su Superior.
Ahora los fieles comulgan con hostias distintas de la del celebrante y preparadas de: antemano, y por eso la "fracción" actual no es tan expresiva como la antigua. Así y todo, ambos ritos, el antiguo y el actual, significan la estrecha unión que debe reinar siempre entre los cristianos alimentados por el mismo pan.
La mezcla de la hostia, con el vino del cáliz tiene dos explicaciones: una histórica y otra simbólica; pues, por una parte, se usó como necesaria para ablandar el pedacito de pan,_ "fermentum", de que acabamos de hablar y que debía sumirse en la Comunión, y por otra, sirve para significar que la separación del cuerpo y del alma de Jesucristo, efectuada en el Calvario y renovada en la Consagración, fue cosa pasajera, pues se volvieron luego a unir en la Resurrección, de que es imagen esta "conmixtión" de ambas especies.
Antes de dejar caer la partícula en el Cáliz, hace con ella tres veces la señal de la cruz sobre el mismo, cantando: Pax Dómini sit semper vobíscum; paz que, antiguamente se daba al clero y a los fieles en este momento, omitiendo los "Agnus".

25. Los "Agnus Dei". Hecha la "mezcla", el celebrante tapa el cáliz, hace una genuflexión e, inclinado profundamente sobre el altar, reza tres veces, mientras el coro y el pueblo lo cantan, el "Agnus Dei", dándose tres golpes de pecho. Esta triple jaculatoria, con su triple golpe de pecho, es una buena manifestación de humildad y de compunción, en vista de la Comunión.
La invocación "Agnus Dei" pasó de las Letanías a la Misa. El Papa Sergio (687-701) ordenó la cantasen el clero y el pueblo mientras el Papa efectuaba la "fracción". Probablemente se repetía entonces un número ilimitado de veces, conforme a la duración de ese rito. Desde el siglo XI empezóse a decirlo solamente tres veces. Hasta esa época terminaba siempre igual, pero entonces se reemplazó la tercera conclusión por "dona nobis pacem". En las misas de Difuntos, por lo mismo que no había ósculo de paz, y que todo el interés estaba concentrado en la liberación de sus almas, púsose por conclusión: "dona eis requiem".
El título de "Cordero de Dios", que aquí se usa, fué empleado ya por S. Juan Bautista (Joan, 1, 36) y por los Apóstoles. En efecto, Jesucristo es "Cordero" por la dulzura e inocencia de su vida, y lo es más todavía por berse hecho víctima y sacrificádose por nuestros pecados. Los sacrificios de corderos de la antigüedad eran sólo figura de este verdadero Cordero de Dios. Él cargó sobre sí y lavó y borró (todos estos significados tiene la palabra latina "tollis") los pecados del mundo.

26. El "ósculo de paz". Al triple "Agnus Dei" síguele la oración "Ad pacem" (o preparatoria para la paz), la cual reza en silencio el celebrante, profundamente inclinado sobre el altar y con los ojos fijos en la sagrada forma, mientras el diácono la reza arrodillado a su derecha. Al fin, el celebrante y el diácono besan el altar, y aquél da a éste el "ósculo de paz" rozándole levemente la mejilla y diciéndole al oído: "Pax tecum" (La paz sea contigo), y contestándole él: "Et cum spíritu tuo" (Y con tu espíritu). Después el diácono se la transmite, en la misma forma, al subdiácono, y éste se la lleva al coro de clérigos, si lo hay, y a los demás ministros del altar. De esta manera, la paz de Cristo circulaba antiguamente por toda la asamblea, y el rito tenía el significado y el valor de un acto de reconciliación mutua de todos los comulgantes antes de acercarse al altar.
El beso litúrgico, como expresión de confraternidad y de unión de fe y de sentimientos, estuvo en uso entre los cristianos desde los primeros tiempos. A partir del siglo II, abundan los testimonios patrísticos y arqueológicos. Al principio no era privativo de ningún acto litúrgico, sino una práctica común a todas las asambleas. Donde el rito, empero, encuadra como en su propio marco y adquiere todo su valor, es en la Santa Misa, y en ella figuró muy de antiguo, ora en el Ofertorio, ora antes del Paternoster, ora, como actualmente, inmediatamente antes de la Comunión.
Primitivamente, el "ósculo de paz" transmitíanselo unos á otros todos los asistentes, sin distinción de sexo ni edad. El acto conmovía profundamente a los paganos, quienes solían exclamar: "¡He ahí cómo se aman los cristianos y cómo están dispuestos a morir unos por otros!" Andando el tiempo, se estableció la separación de sexos y, por fin, el ósculo se fué transmitiendo, no ya personalmente, sino mediante el "portapaz", que circulaba de mano en mano, como todavía se estila hoy en muchos países.
El "ósculo de paz" se omite en las misas de Difuntos y en el último tríduo de Semana Santa. En las misas de Difuntos, porque primitivamente no se daba en ellas la Comunión; el Jueves y el Viernes Santo, para protestar contra el beso del traidor Judas, y el Sábado Santo -dice Dom Guéranger- porque la Misa se celebraba por la noche, y el gran número de neófitos que asistía hubiera podido dar lugar a alguna confusión, y además porque Jesucristo no' saludó a sus discípulos con el "Pax vobis" hasta el día de la Resurrección.


"El ósculo de Paz"
Ósculo de Paz.


27. La comunión del celebrante. Dicha por el celebrante la oración "Ad pacem" y transmitido al diácono, en la forma descrita, el "ósculo de paz", continúa inclinado sobre el altar y con los ojos fijos en la sagrada forma, rezando dos oraciones preparatorias a la Comunión.
Estas dos oraciones no entraron definitivamente en el Misal hasta el siglo XIV, si bien se usaron antes. Por su estilo y por expresarse en singular, se ve que fueron compuestas para el uso privado de los fieles. Son preciosas. Piden las acostumbradas disposiciones de pureza, humildad y buena voluntad, para comulgar con provecho del alma y del cuerpo (tutamentum mentis et córporis). En la primera se alude a la Comunión bajo las dos especies; en la segunda sólo a la del Pan, lo que indicaría ser ésta más reciente.
Luego toma la hostia y la patena en la mano izquierda, y repitiendo tres veces la humilde confesión del centurión: "Señor, yo no soy digno, etcétera", y subrayándolas con un triple golpe de pecho, comulga BAJO LA ESPECIE DEL PAN, haciendo con él la señal de la cruz y diciendo: "El CUERPO de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así sea." Descubre luego el cáliz, lo adora con una genuflexión, recoge las partículas del corporal, y tomando el cáliz con la mano derecha y la patena con la izquierda y haciendo con aquél la señal de la cruz, comulga BAJO LA ESPECIE DEL VINO, diciendo: "La SANGRE de Nuestro Señor Jesucristo, etcétera".
Esta Comunión del celebrante, como queda dicho, es parte integrante del santo Sacrificio, hasta tal punto que, si por cualquier motivo no pudiera él continuar la Misa después de la Consagración, otro sacerdote tendría que continuarla y comulgar por él, aunque hubiese ya celebrado y no estuviese en ayunas. La razón es porque el Sacrificio se completa con la Comunión, al menos del sacerdote sacrificador.
La razón de hacer la señal de la cruz con la Hostia y con el Cáliz antes de comulgar, es porque antiguamente -según lo atestiguan varios Misales- las dos fórmulas de la Comunión terminaban así: "En el nombre del Padre, y del Hijo, etc.", y esta conclusión siempre la subraya la liturgia con ese signo. Además se hace así un acto de fe en la identidad de la Víctima inmolada en la Cruz y en el Altar.

28. La Comunión de los fieles. Unidos íntimamente los fieles con el celebrante desde el principio de la Misa, habiendo ofrecido con él la materia del Sacrificio y ofrecídose a sí mismos en el Ofertorio e inmolado juntos, en la Consagración, la divina Víctima; es justo que participen también ellos del sagrado banquete a continuación del sacerdote. Todo, en la Liturgia de la Misa, está dispuesto en vista de esta común participación, y la Misa que con mayor número de comuniones cuenta, y comuniones en éste preciso momento, es la que mejor responde a su institución y a la tradición eclesiástica.
En-la primitiva Iglesia, y por lo menos hasta principios del siglo IV, comulgaban todos los que asistían a la Misa, y los que no, debían retirarse al aviso del diácono. A partir de entonces, decayó la frecuencia de la comunión, por diversos motivos; hasta el punto de que, durante toda la Edad Media, es un continuo exhortar de los obispos y sacerdotes a la comunión, siquiera en las principales festividades.
Hasta el siglo. XII comulgaban los fieles, lo mismo que los sacerdotes, bajo las dos especies. Esta práctica universal se hizo local en los siglos sucesivos, hasta que el concilio de Trento (1547) la suprimió definitivamente. Razones de precaución, al principio, y más tarde la práctica de la comunión al final de la Misa, que en algunas iglesias empezaban a introducirse, fueron las que motivaron esta supresión.
En la Comunión del pueblo seguíase este orden: Comulgaban, después del celebrante, los sacerdotes asistentes y los concelebrantes; seguían los diáconos (recibiendo el pan de manos del celebrante y el vino de los sacerdotes), los subdiáconos y él clero inferior (que recibían el pan del celebrante y el vino de los diáconos), y por fin el pueblo (al que para ganar tiempo, administraban el celebrante, los diáconos y los subdiáconos). Los hombres recibían el pan en la mano desnuda, las mujeres en la mano cubierta con un velo llamado "dominical" o con la punta del velo de la cabeza. Para la comunión del vino circulaban los cálices "ministeriales", de los que cada cual bebía mediante un "sifoncito" o canutillo de metal. A veces se les daba pan mojado en el "sanguis", y las migajas sobrantes se las repartía a los niños inocentes. Generalmente comulgaban de pie, cerca del altar. Cuando todavía estaban humedecidos los labios dé los comulgantes con la preciosa Sangre, aconsejábaseles mojasen con ella sus dedos y se tocasen con ellos los ojos, la frente, etc., para santificar su cuerpo con el divino contacto (15).
Hoy son deseos de la Iglesia que los fieles comulguen frecuente y aun a diariamente, y que lo hagan, de no existir alguna causa razonable -dice el Ritual- (16), dentro de la Misa, a continuación. del celebrante, para que la Comunión no pierda el carácter de banquete y aparezca como complemento natural del Santo Sacrificio.
La tradición antigua es comulgar siempre dentro de la Misa. Únicamente a los enfermos, a los encarcelados, a los ermitaños y a los que, por razón de las persecuciones, no podían salir de sus casas se les permitía comulgar fuera del templo. Según el Card. Bona (17) fueron los Padres Mendicantes los que empezaron a guardar hostias en el Sagrario para la comunión de los fieles. Su ejemplo fue poco imitado en lo sucesivo, pues por una protesta elevada contra la Compañía de Jesús (18), se ve que, a fines del siglo XVI, era poco frecuente, al menos en España, el comulgar fuera de la Misa.
Es lástima que, en nuestros días, la frecuente comunión (que es una de las causas razonables que se invocan para comulgar fuera de la Misa): no llegue a persuadir a los cristianos de que la Comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. El ideal debería ser: comulgar más (es decir, más frecuentemente) y mejor (o sea, cuando la Comunión tiene toda su eficacia y significado, que es cuando va unida al sacrificio). Aquí sería el repetir: Quod Deus conjunxit, homo .non séparet, "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre'". Y lo que Dios unió, desde el primer momento, en la Institución misma de la Eucarístía, fué el Sacrificio con el Sacramento. ¿Por qué, pues, han de separarlo, sin causa razonable, los fieles?

29. La Comunión dentro de la Misa, según el Papa Pío XII.-En su encíclica tan citada "Mediator Dei", el Papa Pío XII exhorta vehementemente a los fieles a comulgar, a ser posible, siempre que se asiste a la Misa, sino sacramentalmente, que es el ideal, por lo menos "espiritualmente", y a que "los altares se vean rodeados de niños y de jóvenes, de cónyuges y de padres de familia, de obreros y de toda clase de hombres de cualquier condición". En cualquier momento en que comulguen, la Comunión es verdadera. y lícita, y en ella los fieles participan realmente del Sacrificio eucarístico; pero "es ley de la Iglesia -añade- que el pueblo se acerque á la santa Comunión después que el sacerdote haya comulgado, y son de alabar aquellos que, asistiendo a la Misa, reciben las hostias en ella misma consagradas" (19).
Es muy de notar que en un documento pontificio tan solemne, como es una Encíclica, se trate de intento el punto de la Comunión dentro de la Misa, a continuación del celebrante, y más notable es todavía el alabar -como lo hace aquí Pío XII citando a Benedicto XIV- la devoción de aquellos que gustan comulgar con hostias consagradas en la Misa a que asisten, para hacer así más manifiesta su participación en el Sacrificio. No es, por cierto, da desoír esta tan solemne invitación de la Iglesia. Sería' de desear, por consiguiente -y nosotros nos atrevemos a proponerlo-, el que se introdujera la práctica de comulgar con hostias consagradas en la misma Misa en circunstancias como éstas: cuando sólo comulga ' el monaguillo, en las profesiones religiosas y de renovación de Votos (circunstancias en que jamás debiera comulgarse antes de la Misa), en las primeras comuniones, en las bodas, en los jubileos religiosos o matrimoniales, en los Jueves eucarísticos y sacerdotales, etc., y también en otras circunstancias solemnes de los Seminarios y Comunidades religiosas. De ese modo dejaríase más firmemente sentada en el pueblo cristiano la unidad del Sacrificio y la identificación con Cristo y Su ministro.

30. Acción de gracias. Terminada la Comunión, toda la preocupación del sacerdote es dar por ello gracias a Dios, y así, mientras recoge meticulosamente las partículas que han podido desprenderse de la hostia y hace las abluciones de los dedos y del cáliz, deja caer, sin "cesar, de sus labios, breves pero muy expresivas frases de gratitud, con que comienza la acción de gracias oficial. Pero esta acción de gracias se formaliza, como quien dice, en la antífona "Communio" y con la oración "Postcommunio", que son las preces finales de la Misa propiamente dicha.
El "Communio", que está reducido hoy a una antífona (excepto en la Misa de Difuntos que conserva todavía el V. y el estribillo), consistía principalmente en una antífona y un Salmo, que hasta el siglo VI fué siempre el 33, con la antífona "Gustate et vidéte". Hasta el siglo XI cantóse siempre durante la Comunión de los fieles, y se ortaba y terminaba con el "Gloria Patri", cuando, al concluir, la distribución, les daba el subdiácono la señal haciéndose una cruz en la frente.
La "Postcommunio" u oración ad compléndum (como la llaman los misales antiguos, porque terminaba el rito eucarístico propiamente tal), corresponde, por su estilo y corte, a la "Colecta" y a la "Secreta" del principio y mitad de la Misa.
Suelen ser oraciones preciosas y están henchidas de doctrina y de piedad. Su tema general es dar gracias por el Sacramento recibido, y pedir perduren en el alma sus saludables efectos y se trasluzcan al exterior por una vida mejor. A la "Post-comunión", o post-comuniones, les sigue, en las misas de Cuaresma, la oración llamada "super pópulum" que antiguamente se decía también en otras muchas misas, y que equivalía a una especie de solemne bendición final. "

31. Despedida y Bendición final. La santa Misa no es un espectáculo o una reunión social, de la cual cada asistente pueda retirarse a su gusto, cuando le viene en deseo. Es un rito oficial presidido por el sacerdote y determinado por la Iglesia.hasta en sus menores detalles, con intención de que se sujeten a él los fieles y los ministros. Ella es la que determina cómo se ha de empezar, cómo se ha de continuar y como y cuándo se ha de terminar. De ahí que, como lo hizo con los catecúmenos al final de "su" Misa, despida ahora a los fieles por intermedio del diácono, con la fórmula: "Ite missa est" o "Benedicámus Dómino", respondiendo el pueblo: "Deo grabas".
El "Ite missa est" marcó, hasta el siglo IX, el punto final de la Misa. Significa: "Marchaos, ésta es la despedida"; o bien: "es hora de irse", o "podéis iros". Con el tiempo, esta voz de mando vino a convertirse en un grito de júbilo y quizá por eso se lo hizo depender del "Gloria in excelsis", omitiéndolo cuando éste se omite y sustituyéndolo por el "Benedicámus Dómino". Al cantarlo, el diácono se vuelve de cara al pueblo, para dar más imperio a su orden de despedida, y el celebrante para dar bien a entender que el diácono es su portavoz.
El "Benedicámus Dómino", que suple al "Ite missa est" , en las misas feriales y votivas y cuando se celebra de color morado, no es una fórmula de despedida, sino una invitación a perseverar en la oración y adoración de Dios; por eso se usa en los días y épocas litúrgicas en que el espíritu de la Iglesia es que los cristianos perseveren en mayor recogimiento y oración. Por lo mismo lo canta el diácono mirando hacia el altar.
En las misas de Difuntos, en el afán santo de convertirlo todo en sufragios para los mismos, se usa la fórmula: "Requiéscant in pace", con la respuesta: "Amén".
Al final de los Divinos Oficios y especialmente de la Misa, el obispo, y, desde el siglo XI también los sacerdotes, daba al pueblo la Bendición, sea desde el altar, sea yendo hacia la sacristía. Este que, en un principio, era un mero acto de benevolencia de los ministros sagrados, tornóse con el tiempo en un rito complementario de la Misa, con preces y gestos bien determinados, como se estila hoy.
El rito de la Bendición actual de la Misa consiste en rezar la oración "Pláceat" (que resume los fines y frutos de la Misa) profundamente inclinado sobre el altar, en besar 'el altar, levantar los brazos, y los ojos hacia el Crucifijo, y bendecir al pueblo con el gesto acostumbrado, y diciendo: "Bendígaos Dios Todopoderoso, en el Nombre del Padre, etc.". Los fieles se arrodillan y santiguan para recibirla.
El beso del altar, el abrir y cerrar los brazos, el elevar la vista y el mirar el Crucifijo se entiende que es para indicar que el Sacerdote recibe del mismo Cristo la bendición y que en su nombre la transmite él a los demás.
En las misas de Difuntos se omite la Bendición porque han conservado mejor su factura antigua en que no existía este rito.

32. El último Evangelio. El último Evangelio es otra adición que la Edad Media hizo a la Misa primitiva, tan sobria y mesurada. Es la primera página del Evangelio de San Juan, al cual tenían los antiguos mucha devoción. Cuando concurren dos fiestas en un mismo día y la menos solemne y de la que no se dice la Misa tiene Evangelio propio, se lee éste en lugar del de San Juan.
Fué tan grande la devoción de los fieles a este pasaje del Evangelio de San Juan, que llegaron a honrarlo como a una reliquia y a llevarlo consigo y valerse de él como un sagrado talismán. Hacia el siglo XII empezáronlo a recitar algunos sacerdotes, por mera devoción, mientras volvían a la sacristía y se desvestían de los ornamentos. Luego, rogados por los fieles y principalmente por las mujeres devotas, consintieron en recitarlo en el altar, primero en secreto y- después en voz alta, hasta que, por fin, la reforma litúrgica de Pío V lo incorporó definitivamente a la Misa. Ciertas cartas de fundaciones de misas lo exigían como condición, al igual que ahora ordenan rezar responsos.
El Pontifical lo considera todavía como oración privada y de paso hacia la sacristía, y la prueba es que manda recitarlo a los obispos, en las misas pontificales, mientras se dirigen al trono para despojarse de los ornamentos.
A las palabras "Et Verbum caro factum est" arrodíllense todos, lo mismo que al "Incarnátus est" del Credo, en reverencia al gran misterio de la Encarnación.

33. Preces adicionales. Hasta el pontificado de León XIII, la Misa terminaba con el último Evangelio, como sucede aún con las cantadas y conventuales; pero este Papa mandó se rezaran de rodillas tres Avemarías, una Salve, una Oración a la Santísima Virgen y otra al Arcángel San Miguel, las que Pío X redondeó con la triple invocación al Sagrado Corazón. León XIII prescribió estas preces adicionales por la libertad de la Iglesia, y al conseguirla Pío XI, en 1929, con el tratado de Letrán, mandó él que se siguiera rezándolas en adelante por el pueblo ruso y por las iglesias separadas.
Se ve bien la intención de la Iglesia al acudir a. la Madre de Dios, después de haber sacrificado a su Hijo, y al reclamar juntamente el valeroso auxilio del Príncipe de la milicia celestial, contra las sectas tenebrosas cada día más empeñadas en combatir la Religión. Lo que no se comprende tan bien, litúrgicamente hablando, es que el celebrante tenga que arrodillarse, con todos los ornamentos de sacrificador, al pie del mismo altar donde acaba de ejercer poderes tan sublimes.

34. Resumiendo. Cerraremos este breve estudio sobre la Liturgia de la Misa y especialmente sobre su parte más importante, el CANON traduciendo la siguiente conclusión del Card. Schuster al final de su magistral disquisición sobre el "Origen y desarrollo del Ordinarium Missae"
«Una tradición romana que comprobamos estar, ya en el siglo V, plenamente establecida, indiscutida, respetuosamente acogida en toda la extensión del patriarcado papal, atribuye al CANON un origen apostólico. Conforme a esta creencia, los historiadores romanos estimaban poder dar cuenta, en el "Liber Pontificalis", de las menores modificaciones introducidas en el texto de esta Eucharistia tradicional de los antiguos Pontífices; y por otro lado, los Papas y los escritores que hablaban de ella, hácenlo como si se tratara de una plegaria inalterada e intangible, que se impone a la aceptación de todas las Iglesias. La documentación de cada una de las partes de nuestro CANON remonta al menos al siglo V, y nos obliga a identificarlo, en sus grandes líneas, con el que los antiguos reputaban de tradición apostólica. El examen directo e íntimo del documento, lejos de debilitar nuestra argumentación, la robustece, dando a nuestra Eucharistía romana la aureola de una redacción tan arcaica que, al repetir hoy, en el transcurso de la Misa, al cabo de tantos siglos, la plegaria consagratoria, podemos estar seguros de que rezamos, no sólo con la f e de Dámaso, de Inocencio, de León el Grande, sino hasta con las mismas fórmulas que repitieron ellos en el altar, antes que nosotros, y que habían ya santificado, en la época primitiva muchos doctores, confesores y mártires.» (20).

35. Acción de gracias, después de la Misa. La Sagrada Liturgia exhorta y quiere que todo el que, comulgando, hubiere participado del divino manjar, rinda a Dios por ello las debidas gracias.
Ella señala al sacerdote y a los fieles, dentro de la Misa misma, un mínimum de acción de gracias; pero también provee, para continuarla, de otras oraciones indulgenciadas y exhorta a hacer de la vida cristiana un ininterrumpido himno de gratitud. Y el Papa Pío XII añade: "Es muy conveniente que, después de haber recibido la Comunión y terminado los ritos públicos, se recoja el comulgante, e íntimamente unido al Divino Maestro, se entretenga con Él en dulcísimo y saludable coloquio, durante todo el tiempo que le permitan las circunstancias" (21). Y el Papa fustiga a los que omiten esta acción de gracias privada de después de la Misa, so pretexto necio de que la Misa misma es, por su naturaleza, una acción de gracias, y demuestra cómo es absolutamente necesaria para mejor asimilarse los frutos de la Comunión y para comunicarlos con mayor eficacia a los demás, y cómo es la voluntad de la Iglesia que se haga con toda diligencia, uniendo a la acción de gracias la alabanza, la adoración y la impetración.
Llenos están los libros devotos de oraciones y ejercicios complementarios del Misal, y llenos también los autores ascéticos de argumentos encarecedores de la necesidad de esta acción de gracias, a fin de que la Misa y la Comunión penetren y arraiguen en. el alma cristiana como una fuerza vital, y no se esfume su gracia, como suele suceder, en vaporosa vulgaridad. En ocasiones, la acción de gracias colectiva y en voz alta, por toda una asamblea de fieles comulgantes, puede ser un caritativo reproche y una elocuente invitación para tantos asistentes tibios que, aunque no faltan a Misa, no comulgan jamás o rarísima vez y, que, por lo mismo, no saben lo que es sumergirse en esos saludables baños de cristiana fraternidad. Mucho son de reprender, por lo tanto, los que salen del templo con la sagrada hostia todavía en la boca, o antes que el sacerdote haya terminado la Misa o enseguida que desaparece del altar. Por eso la frecuente comunión no remedia en mucho la rutina y la tibieza de vida, ni corrige sus defectos tan desedificantes.
(14) 2ª parte, II.
(15) Cf. S. Cir. de Jer.: Catequesis mist., V.
(16) Tít. IV, c. 2, n9'11.
(17) Rev. lit., 1, II, c. 17, n4 6.
(18) Cr. P. Ferreres: Hist. del Misal Rom., p. 196 (Barc., 1929).
(19) Id., íd.
(20) Liber Sacr., t. II, c. III
(21) Enc. "Mediator Dei-, 21 parte, III.
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STAT VERITAS

 

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