Michele Damasceno, Divina Liturgia, Θεία Λειτουργία, XVI sec., Museo delle Icone e delle Sacre Reliquie dell'Arcidiocesi di Creta, Candia |
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sexta-feira, 1 de março de 2013
MÉTODO PARA OÍR CON FRUTO LA SANTA MISA
MÉTODO PARA OÍR CON FRUTO LA SANTA
MISA
§ 1, Disposiciones generales con que
se debe asistir al santo sacrificio de la Misa
1. Como indicamos ya en la instrucción
precedente, fue opinión aprobada y confirmada por SAN GREGORIO en su cuarto
Diálogo, que cuando un sacerdote celebra la Santa Misa bajan del cielo
innumerables legiones de Ángeles para asistir al Santo Sacrificio. SAN NILO,
abad y discípulo de San Juan Crisóstomo, enseña que mientras el Santo Doctor
celebraba los divinos misterios veía una multitud de esos espíritus celestiales
rodeando el altar y asistiendo a los sagrados ministros en el desempeño de su
tremendo ministerio. Siendo esto así, he ahí las disposiciones más esenciales
para asistir con fruto a la Santa Misa. Ve a la iglesia como si fueses al
Calvario, y permanece en presencia de los altares como si estuvieses delante del
trono de Dios y acompañado de los santos Ángeles. Considera ahora cuáles deben
ser tu modestia, tu atención y respeto, si quieres recoger de los misterios
divinos los frutos y beneficios que Dios se digna conceder a los que asisten a
ellos con un exterior devoto y sentimientos religiosos.
2. Leemos en el Antiguo Testamento,
que cuando los israelitas ofrecían sus sacrificios, en los que sólo se inmolaban
toros, corderos y otros animales, admiraba el ver la atención, el silencio y
veneración con que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el número de
asistentes fuese inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a
setecientos, parecía, sin embargo, que el templo estaba vacío; tanto era el
cuidado con que cada uno procuraba no hacer el más pequeño ruido. Pues bien; si
tanta era la veneración con que se celebraban estos sacrificios que, al fin, no
eran más que una sombra y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué
devoción y religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa
Misa, en que el Cordero sin mancha, el Verbo Divino se inmola por nosotros? Muy
bien lo comprendía SAN AMBROSIO. Cuando celebraba el Santo Sacrificio, según
refiere Cesáreo, y concluido el Evangelio, se volvía al pueblo, y después de
haber exhortado a los fieles a un recogimiento profundo, les ordenaba que
guardasen el más riguroso silencio, y así consiguió que no solamente pusiesen un
freno a su lengua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún es más
admirable, que se abstuviesen de toser y de moverse con ruido. Estas
prescripciones se cumplían con exactitud, y por eso todos los que asistían a la
Santa Misa sentíanse como embargados de un santo temor y profundamente
conmovidos, de manera que conseguían muchos frutos y aumento de
gracia.
§ 2. Métodos diferentes para oír la
Santa Misa. Primero y segundo
3. El objeto de este opúsculo es
instruir, al que quiera leerlo bien, sobre el mérito del santo sacrificio de la
Misa, e inclinarlo a abrazar con fervor la práctica de asistir a ella
frecuentemente, siguiendo el método que me propongo trazar más adelante. Sin
embargo, como hay libros piadosos, difundidos con gran utilidad entre los
fieles, que contienen diversos métodos, muy buenos y provechosos, para oír la
Santa Misa, de ninguna manera trato de violentar el gusto de nadie; por el
contrario, a todos dejo en completa libertad para escoger aquél que juzgue más
agradable y el más conforme a su capacidad y a sus piadosas inclinaciones
únicamente me propongo, querido lector, desempeñar contigo el oficio de Ángel
Custodio, sugiriéndote el que pueda serte más provechoso, es decir, según mi
pobre juicio, el que te sea más útil y menos molesto. A este fin pienso
reducirlos todos a tres clases o tres métodos en general.
4. El primero consiste en seguir con
la mayor atención y con el libro en las manos, todas las acciones del sacerdote,
rezando a cada una de ellas la oración vocal correspondiente contenida en el
libro, de suerte que se pase leyendo todo, el tiempo de la Misa. Si a la lectura
se une la meditación de los santos misterios que se celebran sobre el altar, es
indudable que se asiste al adorable Sacrificio de un modo excelente y además muy
provechoso. Pero como esto pide una sujeción excesiva, puesto que es preciso
atender a las ceremonias que se hacen en el altar y dirigir alternativamente la
mirada al sacerdote y al libro, para leer en él la oración que corresponde a la
parte de la Misa, resulta de aquí que es muy trabajoso en la práctica; y aun me
inclino a creer que habrá pocos fieles que perseveren mucho tiempo empleando
este método, por útil que sea. Es tal la debilidad de nuestro entendimiento, que
se distrae fácilmente cuando tiene que atender a la multitud de acciones que el
sacerdote ejecuta en el altar. A pesar de esto, el que se encuentra bien con
este método, y consiga por él su provecho espiritual, puede continuar usándolo
con la esperanza de que un trabajo tan penoso le granjeará una magnífica
recompensa de parte de Dios.
5. El segundo método para asistir con
fruto a la Santa Misa se practica no por medio de la lectura, ni aun durante el
tiempo del Sacrificio, sino contemplando con los ojos de la fe a Jesucristo
clavado en la cruz, a fin de recoger en una dulcísima contemplación los frutos
preciosos que caen de ese árbol de vida. Se emplea, pues, todo el tiempo de la
Santa Misa en un profundo recogimiento interior, ocupándose en considerar
espiritualmente los divinos misterios de la Pasión y muerte del Salvador, que no
solamente se representan, sino que también se reproducen místicamente sobre el
altar. Los que siguen este método es indudable que, si tienen cuidado de
conservar unidas a Dios las potencias de su alma, lograrán ejercitarse en actos
de fe, esperanza, caridad y de todas las virtudes. Esta manera de oír Misa es
más perfecta que la primera, y al mismo tiempo más dulce y más suave, según lo
experimentó un santo religioso lego, el cual acostumbraba decir que oyendo Misa
no leía más que tres letras. La primera era negra, a saber, sus pecados, cuya
consideración le inspiraba afectos de dolor y arrepentimiento, y éste era el
punto de su meditación desde el principio de la Misa hasta el Ofertorio. La
segunda era encarnada, a saber, la Pasión del Salvador, meditándola desde el
Ofertorio hasta la Comunión, sobre la preciosísima Sangre que Jesús derramó por
nosotros y la muerte cruel que sufrió en el Calvario. La tercera letra era
blanca, a saber, la Comunión espiritual, que jamás omitía en el momento que
comulgaba el sacerdote, uniéndose de todo corazón a Jesús, oculto bajo las
especies sacramentales; después de lo cual permanecía abismado en su Dios y en
la consideración de la gloria, que esperaba como fruto de este Divino
Sacrificio. Este pobre religioso, a pesar de no tener instrucción, oía la Misa
de una manera muy perfecta, y yo quisiera que todos aprendiesen en su escuela
una ciencia tan profunda.
§ 3. Tercer método de oír la Santa
Misa
6. El tercer método para asistir con
fruto al santo sacrificio de la Misa tiene la preferencia sobre los anteriores.
No exige lectura de un gran número de oraciones vocales como el primero, ni
requiere un espíritu contemplativo como se necesita para seguir el segundo. Sin
embargo, si bien se considera, es el más conforme al espíritu de la Iglesia,
cuyos deseos son que los fieles estén unidos a los sentimientos del sacerdote.
Éste debe ofrecer el Sacrificio por los cuatro fines indicados en la instrucción
precedente (n° 8), por cuanto éste es el medio más eficaz de cumplir con las
cuatro obligaciones que tenemos contraídas con Dios. Por consiguiente, y puesto
que cuando asistes a la Misa desempeñas en cierta manera las funciones de
sacerdote, debes dedicarte del mejor modo posible a la consideración de los
cuatro fines indicados, lo cual te será muy fácil por medio de los cuatro
ofrecimientos que voy a presentarte.
He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita sujetarse a las palabras. Luego que comience la Misa y cuando el sacerdote, humillándose en las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el respeto y devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro importantísimas obligaciones de que te he hablado, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del modo siguiente:
7.
En la primera
parte, desde el principio hasta el Evangelio, satisfarás la primera deuda, que
consiste en adorar y alabar la majestad de Dios, que es infinitamente digna de
honores y alabanzas. Para esto humíllate profundamente con Jesucristo, abísmate
en la consideración de tu nada, confiesa sinceramente que nada eres delante de
aquella inmensa Majestad, y humillado con alma y cuerpo (pues en la Misa debe
guardarse la postura más respetuosa y modesta), dile: "¡Oh Dios mío! yo os adoro
y reconozco por mi Señor y dueño de mi alma y vida: yo protesto que todo lo que
soy y cuanto tengo lo debo a vuestra infinita bondad. Bien sé que vuestra
soberana Majestad merece un honor y homenajes infinitos; pero yo soy un
pobrecillo impotente para pagar esta inmensa deuda, por tanto os presento las
humillaciones y homenajes que el mismo Jesús os ofrece sobre este altar. "Yo
quiero hacer lo mismo que hace Jesús: yo me abato con Jesús, y con Jesús me
humillo delante de vuestra suprema Majestad. Yo os adoro con las mismas
humillaciones de mi Salvador. Yo me regocijo y me felicito de que mi Divino
Jesús os tribute por mí honores y homenajes infinitos".
Aquí cierra el
libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que
Dios sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces
estas palabras: "Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que
vuestra Divina Majestad recibe de este augusto Sacrificio. Me complazco y alegro
cuanto sé y cuanto puedo". No te empeñes con afán en repetir a la letra estas
mismas palabras: emplea libremente las que tu piedad te sugiera. Sobre todo
procura conservarte en un profundo recogimiento y muy unido a Dios. ¡Ah! ¡qué
bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!
8. Satisfarás la segunda desde el
Evangelio hasta la elevación de la Sagrada Hostia, y dirigiendo una mirada a tus
pecados, y considerando la inmensa deuda que has contraído con la divina
Justicia, dile con un corazón profundamente humillado:
"He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos pecados que he cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesucristo os da sobre el altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por su preciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericordia, y misericordia os pide mi corazón arrepentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida". Enseguida, y habiendo cerrado el libro, repite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón: "¡Mi muy amado Jesús! Dadme las lágrimas de San Pedro, la contrición de la Magdalena y el dolor de todos los Santos, que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados". Reitera estos mismos actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satisfarás completamente todas las deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.
9. En la tercera parte, es decir,
desde la elevación del cáliz hasta la Comunión, considera los innumerables
beneficios de que has sido colmado. En cambio, ofrece al Señor una víctima de
precio infinito, a saber: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Convida también a
los Ángeles y Santos a dar gracias a Dios por ti, diciendo estas o parecidas
palabras:
"Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de gratitud y reconocimiento a todos los beneficios generales y particulares de que me habéis colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eternidad. Confieso que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las manos del sacerdote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.
"Ángeles del
Señor, y vosotros, dichosos moradores del cielo, ayudadme a dar gracias a mi
Dios, y ofrecedle en agradecimiento por tantos beneficios, no solamente esta
Misa a que tengo la dicha de asistir, sino también todas las que en este momento
se celebran en todo el mundo, a fin de que por este medio satisfaga yo a su
ardiente caridad por todas las mercedes que me ha hecho, así como por las que
está dispuesto a concederme ahora y por los siglos de los siglos. Amén". ¡Con
qué dulce complacencia recibirá este Dios de bondad el testimonio de un
agradecimiento tan afectuoso! ¡Cuán satisfecho quedará de esta ofrenda que,
siendo de un precio infinito, vale más que todo el mundo! A fin, pues, de
excitar más y más en tu corazón estos piadosos sentimientos, convida a toda la
corte celestial a dar gracias a Dios en tu nombre. Invoca a todos los Santos a
quienes tienes particular devoción, y con toda la efusión de tu alma dirígeles
la siguiente plegaria: "¡Oh gloriosos bienaventurados e intercesores míos cerca
del trono de Dios! Dad gracias por mí a su infinita bondad, para que no tenga la
desventura de vivir y morir siendo ingrato. Suplicadle se digne aceptar mi buena
voluntad, y tener en consideración las acciones de gracias, llenas de amor, que
mi adorable Jesús le tributa por mí en ese augusto Sacrificio". No te contentes
con manifestar una sola vez estos sentimientos: repítelos a intervalos, en la
firme seguridad de que por este medio satisfarán plenamente tan inmensa deuda. A
este fin harás muy bien en rezar todos los días algún Acto de ofrecimiento, para
ofrecer a Dios en acción de gracias, no solamente todas tus acciones, sino
también las Misas que se celebran en todo el mundo.
10. En la cuarta parte, desde la
Comunión hasta el fin, mientras que el sacerdote comulga sacramentalmente, harás
la Comunión espiritual de la manera que te explicaré al terminar este capítulo.
Dirige en seguida tus miradas a Dios Nuestro Señor que está dentro de ti, y
anímate a pedir muchas gracias. Desde el momento en que Jesús se une a ti, Él es
quien ruega y suplica por— ti. Ensancha, pues, el corazón, y no te limites a
pedir solamente algunos favores: pide muchas, muchísimas gracias, porque el
ofrecimiento de su Divino Hijo, que acabas de hacerle, es de un precio infinito.
Por consiguiente, dile con la más profunda humildad: "¡Oh Dios de mi alma! Me
reconozco indigno de vuestros favores: lo confieso sinceramente, así como
también que no merezco el que me escuchéis, atendida la multitud y enormidad de
mis faltas. Pero, ¿podréis rechazar la súplica que vuestro adorable Hijo os
dirige por mí sobre ese altar, en que os ofrece por mí su Sangre y su vida? ¡Oh
Dios de infinito amor! Aceptad los ruegos del que aboga en favor mío cerca de
vuestra Divina Majestad!; y en atención a sus méritos concededme todas las
gracias que sabéis necesito para llevar a feliz término el negocio
importantísimo de mi eterna salvación. Ahora más que nunca me atrevo a implorar
de vuestra infinita misericordia el perdón de todos mis pecados y la gracia de
la perseverancia final. Además, y apoyándome siempre en las súplicas que os
dirige mi amado Jesús, os pido por mí mismo, ¡oh Dios de bondad infinita! todas
las virtudes en grado heroico, y los auxilios más eficaces para llegar a ser
verdaderamente santo. Os pido también la conversión de los infieles, de los
pecadores, y en particular de aquéllos a quienes estoy unido por los lazos de la
sangre, o de relación espiritual. Imploro además la libertad, no de una sola
alma, sino la de todas las que en este momento están detenidas en la cárcel del
purgatorio. Dignaos, Señor, concedérsela a todas, y haced quede vacío ese lugar
de dolorosa expiación. En fin, ojalá que la eficacia de este Divino Sacrificio
convirtiera este mundo miserable en un paraíso de delicias para vuestro Corazón,
donde fueseis amado, honrado y glorificado por todos los hombres en el tiempo,
para que todos fuésemos admitidos a bendeciros y alabaros en la eternidad. Así
sea".
Pide sin
temor, pide para ti, para tus amigos, parientes y demás personas queridas.
Implora la asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y
temporales. Ruega también por las de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se
digne librarla de los males que la afligen y concederle la plenitud de todos los
bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor confianza; y está
seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.
Concluida la
Misa practica el siguiente acto de acción de gracias, diciendo: "Os damos
gracias por todos vuestros beneficios, oh Dios todopoderoso, que vivís y reináis
por los siglos de los siglos. Así sea".
Saldrás de la
iglesia con el corazón tan enternecido como si bajases del Calvario. Dime ahora:
si hubieras asistido de esta manera a todas las Misas que has oído hasta hoy,
¡con qué tesoros de gracias habrías enriquecido tu alma! ¡Ah! ¡Cuánto has
perdido asistiendo a este augusto Sacrificio con tan poca religiosidad,
dirigiendo tus miradas acá y allá, ocupado en ver quiénes entraban y salían,
murmurando algunas veces, quedándote dormido, o cuando más, balbuceando algunas
oraciones sin atención ni recogimiento! Si quieres, pues, oír con fruto la Santa
Misa, toma desde este momento la firme resolución de servirte de este método,
que es muy agradable, y que está todo él reducido a satisfacer las cuatro
enormes deudas que tenemos contraídas con Dios. Persuádete firmemente de que en
poco tiempo adquirirás inmensos tesoros de gracias y méritos, y de que jamás te
asaltará la tentación de decir: Una Misa más o menos ¿qué
importa?
§ 4. Modo de hacer la Comunión
espiritual
11. Dejamos dicho que el que asiste a
la Santa Misa no debe omitir la Comunión espiritual cuando el sacerdote comulga.
Réstanos ahora explicar el modo de hacerlo. Según la doctrina del Santo CONCILIO
DE TRENTO, hay tres clases de Comunión: la primera meramente sacramental; la
segunda puramente espiritual, y la tercera sacramental y espiritual a la vez[1]. No
se trata aquí de la primera, que consiste en comulgar en realidad, pero en
pecado mortal, a imitación del traidor Judas; tampoco hablamos de la tercera,
que es la que practican todos los fieles cuando reciben a Jesucristo en estado
de gracia. Trátase únicamente de la segunda, que se reduce -según las palabras
del mismo Concilio-, a un ardiente deseo de alimentarse con este Pan celestial,
unido a una fe viva que obra por la caridad, y que nos hace participantes de los
frutos y gracias del Sacramento. En otros términos: los que no pueden recibir
sacramentalmente el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, lo reciben
espiritualmente haciendo actos de fe viva y de caridad fervorosa, con un
ardiente deseo de unirse al soberano Bien, y por este medio se disponen a
participar de los frutos de este Divino Sacramento. Considera bien lo que voy a
decir para facilitarte una práctica que tantas utilidades proporciona. Cuando el
sacerdote va ya a comulgar, estando con gran recogimiento interior y exterior,
modestia y compostura, excita en tu corazón un verdadero dolor de los pecados, y
date golpes de pecho para significar que te reconoces indigno de la gracia de
unirte a Jesucristo. Después ejercítate en actos de amor, de ofrecimiento, de
humildad y demás que acostumbras hacer al acercarte a la Sagrada Mesa, añadiendo
a esto el más ardiente y fervoroso deseo de recibir a Jesucristo, que, por tu
amor, está real y verdaderamente presente en el augusto Sacramento. Para avivar
más y más tu devoción, figúrate que la Santísima Virgen, o tu Santo Patrón, te
presenta la Sagrada Hostia, y que tú la recibes en realidad y como si abrazaras
estrechamente a Jesús en tu corazón, y repite una y muchas veces en tu interior
estas palabras dictadas por el amor: "Venid ¡Jesús mío! mi vida y mi amor, venid
a mi pobre corazón; venid y colmad mis deseos; venid y santificad mi alma; venid
a mí, ¡dulcísimo Jesús! Venid". Permanece después en silencio, contempla a tu
Dios dentro de ti mismo; y como si hubieses comulgado realmente, adórale, dale
gracias y haz todos los actos que se acostumbran después de la Sagrada Comunión.
Ten por cierto, amado lector, que esta Comunión espiritual, tan descuidada por
los cristianos de nuestros días, es, sin embargo, un verdadero y riquísimo
tesoro que llena el alma de bienes infinitos; y, según opinión de muchos y muy
respetados autores, -entre otros el P. RODRÍGUEZ, en su obra De la perfección
cristiana-, la Comunión espiritual es tan útil, que puede causar las mismas
gracias y aun mayores que la Comunión sacramental. En efecto, aunque la
recepción real de la Sagrada Eucaristía produzca por su naturaleza más fruto,
puesto que, siendo sacramento, obra por su propia virtud; puede no obstante
suceder que un alma deseosa de su perfección haga la Comunión espiritual tan
humildemente, con tanto amor y devoción, que merezca más a los ojos de Dios que
otro comulgando sacramentalmente, pero con menor preparación y fervor. Se conoce
cuánto agrada a Jesucristo esta Comunión espiritual, en que muy frecuentemente
se ha dignado escuchar -por medio de patentes milagros-, los piadosos suspiros
de sus servidores, unas veces dándoles por sus propias manos la Comunión
sacramental, como a Santa Clara de Montefalco, a Santa Catalina de Sena y a
Santa Ludovina; otras por manos de los Ángeles, como a mi Seráfico Doctor San
Buenaventura, y a los obispos Honorato y Fermín, y alguna vez también por el
ministerio de la augusta Madre de Dios, que por su misma mano dio la Sagrada
Comunión al Beato Silvestre. Rasgos tan tiernos por parte de Dios no deben
asombrarte, si consideras que la Comunión espiritual inflama las almas en el
fuego de un santo amor, las une a Dios y las dispone a recibir las más señaladas
gracias. ¿Y será posible que tantas utilidades no te causen alguna impresión y
continúes siempre en tu indiferencia e insensibilidad? ¿Qué excusa podrás alegar
desde ahora para descuidar todavía una práctica tan útil y tan santa?
Resuélvete, pues, de una vez a servirte de ella frecuentemente, advirtiendo que
la Comunión espiritual tiene sobre la sacramental la ventaja de que ésta no
puede recibirse más que una vez al día, mientras que aquélla se puede renovar,
no solamente en todas las Misas a que asistas, sino también en todas las horas
del día; de mañana y tarde, por el día y por la noche, en la iglesia y en tu
aposento, sin que para esto necesites el permiso de tu confesor; en una palabra,
cuantas veces practiques lo que acabo de prescribirte, otras tantas harás la
Comunión espiritual, y enriquecerás tu alma de gracias, de méritos y de toda
clase de bienes.
Tal es el
objeto de este opúsculo: inspirar a cuantos lo lean un santo deseo de introducir
en el mundo católico la piadosa costumbre de oír todos los días la Santa Misa
con una sólida piedad y verdadera devoción, haciendo en ella siempre la Comunión
espiritual.
¡Ah, qué dicha
si pudiera conseguirse! Entonces se vería reflorecer en todo el mundo aquel
fervor tan admirable de los felices siglos de la primitiva Iglesia en que los
cristianos recibían diariamente la Divina Eucaristía asistiendo al Santo
Sacrificio. Si no eres digno de recibir a Dios tan a menudo, procura a lo menos
oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual. Si yo
lograse persuadirte de esta piadosa práctica, creería haber ganado todo el
mundo, y tendría la dulce satisfacción de haber empleado bien el tiempo y mis
trabajos. Y a fin de echar por tierra todas las excusas que acostumbran alegar
los que pretenden dispensarse de asistir a la Misa, pondré en el capítulo
siguiente varios ejemplos adaptados a toda clase de personas, para que todos
comprendan que si se privan de un tan gran tesoro, esto nace, o bien de su
negligencia, o bien de su tibieza y repugnancia a todas las obras de piedad, por
cuyas causas les esperan amargos remordimientos para la hora de la
muerte.
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